Conforme la variante ómicron del coronavirus se expande a nivel global a un ritmo alucinante, a pesar de los peligros, los niveles de mortalidad y hospitalizaciones son comparativamente menores. Hemos aprendido, gracias a la ciencia, a conjurar o reducir los riesgos de esta enfermedad. En ese sentido, ¿somos conscientes de todo lo que le debemos al conocimiento científico? Reflexionemos.
Una de las primeras lecciones que se deducen a partir del conocimiento más o menos general de la historia de las ideas (filosóficas, científicas, religiosas), es que la realidad, el universo, el todo, o cómo queramos llamarlo, es algo muy complejo y vasto, y que el saber humano es claramente limitado y parcial. Sabemos muy poco o casi nada. Y esa reducida parcela de saber, para colmo, suele durar un tiempo específico. Es decir, nuestros conocimientos, tienen una “fecha de caducidad”, como lo evidencia la experiencia histórica de los saberes.
Sin embargo, a pesar de la pequeñez y temporalidad de nuestro conocimiento, los seres humanos somos muy curiosos. Y tenemos la grata ambición de explicarnos el mundo que nos rodea. De ahí que una de las pocas certezas que podemos tener, es que estamos predispuestos a conocer las porciones de realidad que nuestra mente y sentidos nos permiten. Por ello, aunque parezca una perogrullada, el “conocimiento humano es propio del humano”, pues está condicionado por los medios que la evolución natural y cultural nos ha dado.
A pesar de la hegemonía de las explicaciones sobrenaturales en la mayoría de las civilizaciones, la existencia de una evolución tecnológica en todos los pueblos, nos indica que acumulamos conocimientos asumiendo “la objetividad de la realidad”. Es decir, reconocemos que existe una realidad externa a nosotros, extraemos un saber demostrable desde esa realidad y la alteramos según nuestras necesidades. En esa historia de la evolución del conocimiento humano, también aprendimos a hurgar al interior de los hechos y de los fenómenos del mundo, dejando de lado las explicaciones sobrenaturales. Gracias a la ciencia surgida de la observación razonada de la realidad, nuestra experiencia del universo se amplió enormemente.
Sabemos que las primeras formas de ciencia, como la de los jonios (siglo VI aC), por ejemplo, provino de la técnica. Estos primeros científicos consideraron que el mundo era como un taller, en el cuál los experimentos se reproducían a imitación de los hechos naturales. En estos “laboratorios”, nuestros primeros colegas dejaron de lado la explicación teogónica o cosmogónica de las cosas, y optaron por centrarse en el funcionamiento del mundo. Gracias a este giro de intereses hacia los hechos y procesos, fuimos dándonos cuenta cómo funcionaba el poco espacio de realidad al que podemos acceder desde nuestra mente.
Por fortuna, desde los siglos XVII y XVIII, después de idas y venidas, pudimos establecer una forma de conocimiento, el conocimiento objetivo, que permite explicar los fenómenos, naturales o sociales, sin recurrir al mito y a la magia. Esta secularización del saber posibilitó que demostráramos gran parte de los supuestos sobre los cuales hemos construido el mundo moderno y contemporáneo. Es claro que la ciencia es el centro de esta forma de conocer la realidad, que, como decía el gran Galileo Galilei, “no mendiga conocimientos a la experiencia”. Por ello, la ciencia es un formidable medio humano, fruto uno de los mayores esfuerzos de nuestra civilización: dotarnos de una forma de conocimiento objetivo a fin de entender, un poco mejor, con menor margen de error posible, el inmenso universo que nos rodea.
Es evidente que la ciencia no tiene fines morales en sí mismos, porque depende de la acción humana. De ahí que no exista ciencia “mala” o “buena”. Pues son nuestras decisiones las que la orientan sus fines éticos. Por ejemplo, en un tiempo récord, el sistema científico global ha desarrollado una serie de vacunas y fármacos que permiten que el desastre sanitario no sea peor de lo hubiera sido sin ciencia y sin tecnología proveniente de la ciencia. Ha muerto mucha gente en estos años. Pero es evidente que muchas más muertes se hubieran ocasionado si no supiéramos cómo funciona objetivamente el mundo. Los logros alcanzados en todos los campos científicos desde hace tres o cuatro siglos son encomiables.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM