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27 septiembre, 2022

[Artículo Ideele] Arturo Sulca: La libertad mental frente al mesianismo político

A pesar de que la política democrática implica idealmente que se respete la institucionalidad del Estado, los acuerdos en la sociedad civil y el establecimiento de normas razonables, es usual al mismo tiempo que la práctica política real se caracterice por el mesianismo político tanto en la oferta de los partidos, así como en las expectativas de los ciudadanos. En otras palabras, se suele creer y desear que los representantes políticos actúen como ‘salvadores’ de los destinos de toda la población del país. De esta manera, en el imaginario ciudadano se les otorga a los políticos una serie de poderes sobrehumanos que evidentemente no pueden poseer.

Esta sacralización de la autoridad política ocurre sobre todo con la figura del presidente de la república. Así, se defiende al caudillo con el que se simpatiza como si de sus acciones u omisiones dependiera la vida de los ciudadanos. Esta creencia genera una especie de enceguecedora idolatría que puede llevar a una pérdida de la libertad mental de los ciudadanos: el poder que cada uno tiene para generar realidad propia se lo resulta cediendo al caudillo de turno y a su grupo de veneradores. Frente a este delicado escollo, sostendré en este artículo que lo mejor que pueden llevar a cabo los habitantes de cualquier república democrática frente a esta enajenación que propone la práctica política es mantener su independencia de pensamiento con respecto a todo líder político (local, regional o nacional) que se proponga como una figura redentora y providencial para la sociedad. No ceder en la independencia mental es la mejor manera de construir una civilización en la que primen el respeto, la libertad, la armonía y la paz.

En primer lugar, en el Perú, por lo menos desde Manuel González Prada, se suele decir que los jóvenes deben contribuir a forjar un proyecto nacional inclusivo. Los jóvenes no tienen que participar de ningún proyecto nacional, ni inclusivo ni excluyente. Precisamente el desafío de los actuales jóvenes es contribuir a la forja de una nueva humanidad por medio del impulso de la desaparición de las fronteras nacionales (entre otras limitaciones mentales y culturales). Podemos darnos cuenta del mismo error en el pensamiento de algunos de los más importantes intelectuales peruanos del siglo XX, sin importar su orientación política: José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de La Torre, Víctor Andrés Belaúnde, Jorge Basadre, Julio Cotler  o Gonzalo Portocarrero. Todos han creído que la conformación de un Estado-nación con “libertad, igualdad y fraternidad” (viejo lema de la revolución francesa) sería lo que permita la ‘redención’ del ‘fatal destino’ por el que ha atravesado el país durante tantos siglos. Por el contrario, este presunto remedio es lo que constituye la propia enfermedad: el imaginario nacionalista idealiza y sobredimensiona cierto tipo de colectividad y lo hace mediante el enfrentamiento -abierto o velado- con otras colectividades nacionales.

El problema reside aquí en tener fe en lo que Basadre denominó en 1950 la “promesa de la vida peruana”: una ilusión de felicidad generada desde lo colectivo hacia lo individual. El error consiste, entonces, en creer que la libertad y la felicidad dependen de lo que hagan o dejen de hacer otros individuos de la colectividad a la que se dice que pertenecemos. Sin embargo, felicidad y libertad son los resultados de los procesos individuales de desarrollo del mundo interior. Si las personas desean forjarse nuevos horizontes de sentido, entonces, tienen que comprender que una nueva humanidad no pasa más por la primacía de lo colectivo en desmedro de lo individual, sino más bien por abrirse a la era del individuo, pero no del individuo aislado, sino el individuo consciente de que forma parte de una trama común y colaborativa con los otros seres humanos y los otros seres vivientes; en todo caso, el punto de partida y el centro para una nueva era es la individualidad particular y concreta de cada humano. Una colectividad (sea pequeña como una familia o grande como un país) no es más que el entrelazamiento de individuos. La minoría mínima es el individuo con toda su singularidad. Y cada individuo debe ser responsable de sí mismo en todos los ámbitos de su vida sin esperar que ninguna colectividad (nacional o familiar) le vaya a solucionar los problemas de su existencia.

En segundo lugar, aunque la democracia sea el mejor régimen político de la historia, sigue adoleciendo del mismo defecto del paradigma de la política en general: la creencia de que poder o no poder generar realidad propia es una facultad de los representantes políticos, esto es, de los administradores y funcionarios del Estado. Es una grosera mentira aquella idea según la cual el Estado somos todos. El Estado es una maquinaria abstracta burocrática anónima que es operada por un cierto número de personas por un tiempo mayor o menor (esto dependerá del régimen político en cuestión). La democracia es un régimen en el que se combinan varias lógicas de la toma de decisiones: vía representantes políticos, vía sufragio, vía referendos o vía mecanismos de participación directa. En cualquiera de los casos, la democracia funciona allí cuando no es posible que haya unanimidad. A pesar de todo, no dejan de existir mayores o menores grados de insatisfacción, ya sea porque los representantes tengan mucho o poco poder, o porque los procesos y resultados de las votaciones nunca son lo que se esperaba. El problema es homólogo al descrito en el párrafo anterior a propósito de los ideales nacionalistas. El paradigma político (incluso en la política democrática) implica que el poder de crear realidades en la vida siempre está en manos de otros, sean las autoridades o sean las mayorías anónimas. En este sentido, el impasse de toda democracia es que la individualidad concede su potestad de autotransformarse y de autoliberarse a alguien que no es uno mismo. La política como paradigma imperante supone que yo no puedo transformar mi propia vida hasta que intervenga el Estado para ayudarme; incluso la política democrática supone que la libertad es un ideal político y no es el fruto de una decisión interior sobre mi mente y sobre mi vida.

En suma, el mito de la política implica la ilusión de que el ámbito de acción del poder es el mundo exterior gobernado por unos cuantos individuos a los que hoy en día se les llama clase política. El desafío de los individuos es, entonces, asumir que el paradigma de la política en general (incluida la democracia) no tiene por qué seguir siendo aquello que determine el desarrollo de nuestras capacidades y de nuestros potenciales como seres humanos. El Estado (sea democrático o no, sea capitalista o socialista, sea grande o pequeño) no tiene que ser aquello que pretenda definir la misión, la función o, incluso, la intención de los residentes de cualquier país. Es crucial recalcar la utilidad de la ciudadanía democrática hoy en día, pero más importante es recalcar que cada persona es un espíritu original que está viviendo una experiencia humana única. No tiene sentido ensalzar la ciudadanía como si se tratara de una gran virtud. Lo cierto es que identificarse como ciudadano implica identificarse como perteneciente a la jurisdicción de una nación-Estado, cuando en realidad cada uno de nosotros es mucho más que eso: somos seres terráqueos y cósmicos, no somos meramente peruanos, brasileños, españoles o japoneses. Somos consciencias inmortales, encarnadas temporalmente, que podemos disfrutar de la abundancia del universo.

En tercer lugar, la persistencia del mesianismo en política conlleva que el individuo no se considere dueño de sus propias decisiones, sino que se espera que haya alguien -a quien se juzga superior a uno- que sea quien tome la decisión por uno mismo. Como fenómeno social, cultural y político, el mesianismo tiene lugar cuando coinciden las expectativas de la aparición de un mesías en las mentes de una gran cantidad de personas. Evidentemente, este fenómeno no surgió inicialmente en el ámbito político, sino fundamentalmente en el religioso o, mejor dicho, en aquella época en que no había una distinción formal entre las instituciones políticas y religiosas. Así, la política moderna (laica y secular, como se suele decir) devino religión de la civilización. Por ejemplo, las “grandes” ideologías políticas del siglo XX terminaron produciendo líderes políticos a los que se concibió de un modo semejante a como se pensaba el mesías en la antigua cultura hebrea: aquel hombre que tenga el suficiente poder como para liberar al pueblo entero del amo opresor y lo conduzca a la tierra prometida.

De este modo, el mesías es imaginado como el salvador de una situación social que es concebida como trágica o catastrófica; es esperado como un libertador que vendrá del futuro para traer la dicha, el gozo y la paz. Sea como fuere, lo mesiánico está sustentado en la esperanza de una solución milagrosa desde fuera de mí y en la promesa de un futuro colectivo mejor. En este sentido, lo único que queda a las personas creyentes en la venida del mesías es una veneración de ese personaje y una actitud de no responsabilidad sobre sus propias vidas. Pero como ha ocurrido con todos los que han ocupado el lugar transitorio de los mesías en política, cuanta más ilusión se tiene en él, más decepción, frustración y rabia se siente después de que la persona de carne y hueso no estuvo a la altura de las idealizaciones mesiánicas. O lo que puede ocurrir en otras ocasiones es que los seguidores del político mesiánico de turno se niegan a admitir el carácter humano, demasiado humano, de dicho personaje.

El papel de las actuales generaciones es no mesianizar a ningún líder político, al margen de su orientación ideológica. Esto ha ocurrido en el Perú con casi todos los presidentes de la república o casi todos los líderes de partidos políticos desde inicios del siglo XX (cuando inició la política de masas) hasta la actualidad: Víctor Raúl Haya de La Torre, Abimael Guzmán, Alberto Fujimori, Alejandro Toledo o Pedro Castillo, solo para nombrar a unos cuantos. Obviamente algunos fueron seguidos por más personas que otros, o algunos fueron seguidos con más fanatismo que otros. En efecto, todo mesianismo político lleva a la pérdida del pensamiento crítico, de la comprensión racional e irónica, y del espíritu de análisis. Si deseamos contar con niños, jóvenes y adultos con libertad de pensamiento y no solo libertad de expresión, lo mejor es mantener la independencia respecto de toda estructura mental que nos encadene dogmáticamente a quien fuese.

En conclusión, no se trata de echar el agua de la bañera con bebé y todo: la política democrática es necesaria en este momento de la historia para gestionar lo público y lo común, y es preciso que siga mejorando sus conceptualizaciones, sus procedimientos y sus plasmaciones en la ciudadanía. No obstante, debemos admitir que la solución a los problemas humanos fundamentales ya no pasa más hoy por hoy por las promesas de salvación y de grandes transformaciones sociales ofrecidas por los líderes políticos en todas las democracias del planeta. Antes bien, la superación de las dificultades en el ámbito de los recursos, de la salud, de la adaptación al medio y de las relaciones interpersonales es y será el fruto de la voluntad y de las decisiones de los individuos de conocerse a sí mismos para transformarse por sí mismos. En la actualidad, el mayor reto de cada uno de nosotros estriba en deshacernos de la dependencia mental (y, en muchos casos, emocional) que la política ha generado en el mundo desde el siglo XVIII como sustituto de las religiones institucionales. Mientras sigamos creyendo que de las organizaciones políticas y del Estado dependen nuestra felicidad, paz, capacidad de amar o disposición a servir, jamás seremos libres en pensamiento, palabra, sentimiento ni acción. Ya es hora de liberarnos de esa cárcel mental que nos desempodera y nos lleva a desconectarnos de nuestro ser esencial, de nuestra identidad auténtica. Ya es hora de regresar a nuestro interior, a nosotros mismos.

Artículo Publicado en Revista Ideele N°305

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