Las crisis sociales y culturales, como la que estamos viviendo a raíz de la pandemia, tienden a radicalizar los intereses particulares y los sentimientos de pertenencia de las comunidades que conforman una sociedad. De ahí la necesidad de evitar el enfrentamiento, utilizando todos los medios justos posibles.
Las consecuencias de las radicalizaciones de los intereses privados e identitarios son difíciles de medir y de prever. Pero, si se las obvia, sus efectos integrales pueden ser muy peligrosos. Sobre todo, cuando el tejido político que sostiene las relaciones sociales se encuentra tan dañado que es casi inexistente. En esas circunstancias, cualquier paso extremo que se atreva dar algún grupo, generará tensión sobre la endeble estructura política, propiciando el desplome de lo fragilísima institucionalidad que aún persiste.
En esa situación hipotética, pero con real sustento, la condiciones para una escalada de violencia, desconocida en nuestra historia reciente, podría darse con resultados que todos lamentaríamos en el mediano plazo. Por la sencilla razón que la pandemia ha puesto de manifiesto todos los males estructurales de nuestro país.
Las grandes desigualdades socioeconómicas, la corrosión institucional del estado, las asimetrías en la calidad educativa, la desaparición de la estructura política formal y la creciente afirmación identitaria (étnica, de género, etc.), sin la presencia de un marco republicano común, eleva los riesgos de continuidad de nuestra sociedad. Y, todo ello, ad portas del bicentenario de nuestra república.
Como han afirmado tantos de nuestros más ilustres pensadores en el último siglo y medio, quizás, nuestra mayor carencia, es la inexistencia de una élite nacional transversal (política, académica y empresarial). Un grupo moralmente consciente e intelectualmente preparado, capaz de conducir, con medios justos, políticas de estado-nación, que tomen en cuenta nuestra historia y con un claro sentido de realidad. Lamentablemente, esa élite dirigencial en los tres planos propuestos, brilla completamente por su ausencia.
Aun cuando el panorama electoral del 2021 muestre claramente niveles alarmantes de caótica fragmentación e improvisación, es necesario afirmar- como las voces que claman en el desierto- que debemos hacer todo lo posible para recuperar (o elaborar) un marco político común, capaz de generar una identidad republicana, que congregue a las identidades locales y a los intereses particulares. Si nos quedamos en la retórica de las pertenencias específicas, en el contexto del colapso social pandémico y pospandémico, los efectos de la fragmentación nos pueden conducir a la disolución.
Pocas veces en nuestra historia, como ahora, es tan necesario, por la urgencia de los tiempos, pensarnos, sentirnos, como una comunidad de fines. Evitar los importantes temas que nos separan, en pos de los urgentes temas que nos unen. Hay que reconocer que los peruanos somos extremadamente heterogéneos. Pero, aun en esa diferenciación, también es importante que nos pensemos como una comunidad histórica continua. Es decir, un proceso en el tiempo en el que nos hemos ido sumando varios grupos humanos.
Como las familias, como los amigos, como los barrios, las ciudades, si encontramos con convicción ética aquello que nos une, podremos seguir estando vivos, con posibilidades de mejorar nuestras vidas. La unidad frente lo urgente, respetando las particularidades, es el imperativo moral de nuestros días.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM