1.- Tiempos de crisis. La irresponsabilidad de la “clase política” ante una democracia en riesgo.
La profunda crisis que vivimos hoy en el Perú pone delante de nuestros ojos un viejo fenómeno: el grave deterioro de la política. La autodenominada “clase dirigente” –no solamente los políticos de oficio– parece hallarse en un franco estado de descomposición. Una mayoría del Congreso de la República vacó al Presidente recurriendo a una figura legal controvertida (probablemente distorsionada) en una sesión parlamentaria visiblemente acelerada; fuerzas políticas comprometidas con intereses económicos puntuales en la educación y en otros ámbitos, lograron destituir a Martín Vizcarra y colocar a un gobernante espurio que convocó al sector más conservador de nuestro país para controlar el Poder Ejecutivo. Primó entre los grupos políticos la intención de cristalizar su agenda económica, el deseo de retrasar las elecciones y de controlar el Tribunal Constitucional. Los jóvenes tuvieron que intervenir y tomar las calles para que esta extraña situación se revierta.
En cualquier circunstancia histórica de esas características, quienes han cometido presuntos actos de sedición deben responder ante la justicia. Sin embargo, las personas sobre las que pesa esta clase de responsabilidad siguen actuando tranquilamente en el Congreso. Luego de su caída ante la presión popular se están reorganizando rápidamente y están retomando sus estrategias de ataque al gobierno del presidente Sagasti. La cuestionable gestión de las comisiones parlamentarias de Fiscalización y de Defensa del Consumidor evidencia estos movimientos al interior del Parlamento. El desconcertante comportamiento del exministro Aliaga ante los medios lleva a pensar que las acciones desestabilizadoras podrían talvez contar con frentes insospechados. Los jóvenes ya están discutiendo en las redes si es hora de volver a las calles.
El detonante de esta súbita recuperación del sector golpista se debe en parte a la decisión del Tribunal Constitucional de no pronunciarse sobre el tema de la vacancia por incapacidad moral permanente, apelando a la sustracción de la materia. El Tribunal no solo perdió la oportunidad de esclarecer la naturaleza de esta polémica causal de vacancia, sino que se negó a emitir un juicio, a la luz de una interpretación rigurosa de este concepto, acerca de la destitución de Vizcarra y los sucesos que siguieron a esta iniciativa. Algunos congresistas señalan falazmente que el silencio del Tribunal frente a la materia implicaría reconocer la legalidad de la vacancia. No pronunciarse no implica avalar los hechos, como los instigadores de la vacancia sugieren faltando a la verdad. En todo caso, la tibieza del Tribunal Constitucional ante un tema tan grave ha provocado indirectamente el avalentamiento de los promotores de la aventura golpista que llevó brevemente a Manuel Merino al poder. Esa decisión de no pronunciarse sobre el tema cambió en cierto modo el escenario. Los tribunos son responsables por pretender evadir asumir una posición frente a un problema que es crucial para la buena salud de la vida pública. En tiempos de una crisis sanitaria, económica y política, esquivar dilucidar esta cuestión implica renunciar a ejercer oportunamente la función que le ha sido encargada.
2.- Transformemos la política. La Generación del Bicentenario y un nuevo sentido de agencia.
Los artífices del golpe parlamentario se han reagrupado y vuelven a dar batalla al gobierno constituido. Les interesa – hasta donde se sabe – debilitar la Sunedu, construir normas de carácter populista en materia social y económica. Algunos grupos políticos ya han vuelto a mostrar interés por el nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional, pese a que ya existía consenso en que dicha tarea sería responsabilidad del próximo Parlamento. Persiguen además hacer naufragar al gobierno de Sagasti para que éste no pueda endosar su popularidad a su partido político de origen y a su candidato presidencial. Resulta vergonzoso constatar que el cálculo político pesa más para ellos que un manejo razonable de la crisis. Estos grupos cuentan además con el apoyo mediático de una asociación conformada por antiguos funcionarios del segundo gobierno de Alan García, así como políticos, periodistas y militares próximos al fujimorismo, que suscriben el ideario de la ultraderecha religiosa y política. Ese colectivo conservador produjo en gran medida el fugaz gabinete Flores Aráoz; en las redes sociales se dedica a denunciar diversas conspiraciones inverosímiles protagonizadas por la izquierda internacional, el Foro de Sao Paulo y la organización Open Society de George Soros, entidades supuestamente ávidas por controlar el mundo libre y doblegar a la cultura occidental. En un contexto local, para esta asociación todos los que suscriben argumentos políticos distintos son unos comunistas. En general, el “terruqueo” y la difusión de fake news se han convertido en el pasatiempo de una facción importante de nuestro escasamente sofisticado conservadurismo. Nada de esto sorprende en una escena política de la que han huido las ideas.
Ese panorama desértico se evidencia asimismo en la izquierda política. De hecho, uno se pregunta qué pretende lograr realmente el Frente Amplio con su participación activa en esta lamentable crisis. Esta es una situación dolorosa porque revela la entraña antidemocrática de esa fuerza política. Hace mucho tiempo que el Perú necesita una izquierda moderna, así como necesita una derecha liberal, pero no existe siquiera el germen de una o de otra. El Frente Amplio propuso la moción de vacancia que nos ha llevado hasta esta turbulencia política, en plena pandemia. Lograron la destitución de Vizcarra y propiciaron la llegada de Merino y su gabinete. Voluntariamente o no, le hicieron mansamente el juego a la ultraderecha más virulenta. Y luego quisieron marchar junto a la Generación de Bicentenario, un despropósito mayúsculo que provocó el rechazo de la gente. Su máxima “¡Caiga quien caiga!” formulada en abstracto en medio de un problema sanitario agudo y a poquísimos meses de las elecciones generales y del cambio de gobierno constituye una gravísima falta de lucidez y de empatía para enfrentar los conflictos prácticos; es preciso saber leer adecuadamente los contextos. Todavía no son capaces de ver lo que acontece en el espacio de la vida de los ciudadanos.
Resulta penoso constatar que casi todas las organizaciones políticas con presencia parlamentaria están marcadas por la sombra de una vacancia cuestionada por la opinión pública. Esta situación llevó a miles de jóvenes a salir a las calles. Percibieron las acciones de los congresistas como un juego político retorcido para hacerse del poder y aplicar su agenda particular. Los jóvenes hicieron sentir su voz en todo el Perú. Las marchas han sido mayoritariamente pacíficas y fueron coordinadas por los propios ciudadanos a través de un manejo eficaz de las redes sociales. Han puesto en evidencia que la “clase política” no los representa en absoluto. No solamente los estudiantes han decidido por cuáles partidos no van a votar; estas movilizaciones son la concreción de formas de vigilancia cívica y son manifestación de su juicio político, expresado en pancartas y cánticos, pero también en el diálogo en los foros virtuales. Sus acciones ponen de relieve una de las manifestaciones fundamentales de la democracia, tan importante como los procedimientos y los mecanismos de representación: el ejercicio de la agencia política en el espacio común [1].
Las protestas juveniles que forzaron la salida de Merino y su equipo se han convertido en un ejemplo de coraje y compromiso cívico. Lamentablemente, en medio de algunas situaciones de desmedida violencia, la represión policial produjo la muerte de dos jóvenes, Inti Sotelo Camargo y Bryan Pintado Sánchez. Actualmente están llevándose a cabo las investigaciones, de modo que puedan esclarecerse estos hechos trágicos y se sancione ejemplarmente a los responsables. Instancias nacionales e internacionales en materia de derechos humanos han mostrado su preocupación por lo sucedido [2]. Resulta indignante y vergonzoso que algunos grupos conservadores estén intentando desvirtuar estas indagaciones aduciendo que todo cuestionamiento a la acción policial durante las marchas buscaría denigrar a la institución. Incluso se ha querido mancillar la imagen de estos manifestantes muertos sugiriendo que se trataba simplemente de delincuentes prontuariados. A esta indicación agraviante subyace la insinuación inaceptable de que estas muertes no tendrían que representar una pérdida significativa para nuestra sociedad. Se trata de una manera absolutamente indigna de agredir a quienes no pueden defender su reputación, así como un intento oscuro de ejercer un control indebido sobre la memoria comunitaria.
3.- Reconstruir la esfera pública. Perspectivas.
La juventud que se volcó a las calles para rechazar el gobierno de Merino siente que la “clase política” peruana no la representa. Tiene razón. Percibe a un amplio sector de los parlamentarios peruanos como conformado por personajes inescrupulosos, visiblemente dedicados al cuidado de los intereses económicos, políticos e incluso judiciales de sus caudillos. Esta agenda los ha llevado a vacar a un presidente a pocos meses de la conclusión de su mandato, precipitando a un país golpeado por la crisis al borde del abismo. No les tembló un solo músculo al realizar esta operación. La opinión pública no tiene que desarrollar una especulación muy complicada para caer en la cuenta de que las acciones de estos políticos no están animadas por el amor al país, las convicciones democráticas o la solidaridad con nuestros compatriotas más vulnerables; parece bastante claro que actúan en nombre de sus proyectos particulares.
Las personas que tomaron las calles para protestar contra la imposición del gobierno de Merino no esperan nada de nuestra “clase política”. De hecho, existe la preocupación de que quienes colaboraron con el golpe hayan vuelto a las andadas. Las denuncias en contra de un miembro de la mesa directiva del Congreso de la República – a la que pertenece el presidente Sagasti-, así como la presencia de algunos parlamentarios en las manifestaciones de los colectiveros informales parece fortalecer esta hipótesis. Resulta claro que el Perú no merece que esta crisis política se prolongue. El gobierno de transición tiene escasos ocho meses para ejercer su labor, coordinar acciones para enfrentar la pandemia, reactivar la economía nacional y garantizar la transparencia de las elecciones de abril de 2021. El Poder Ejecutivo debe saber que su aliado más fuerte en la tarea de darle estabilidad al país es la ciudadanía, no la mayoría del Parlamento que destituyó a Vizcarra. Esos grupos políticos no son confiables, como ya ha sido demostrado. No tiene sentido pedirle peras al olmo.
Este justificado rechazo a los partidos golpistas constituye una manifestación básica del deterioro de la política. Uso deliberadamente esta polémica expresión para luego hacer una distinción importante. Los jóvenes perciben en los parlamentarios el ejercicio de la baja política, que involucra la condescendencia con la corrupción y la componenda bajo la mesa, la estigmatización del adversario, la mentira flagrante, el compromiso con la desestabilización del poder constituido si eso beneficia a la facción en la que ellos militan. Destituir a un presidente de la República en plena pandemia, y a muy poco del cambio de mando, es un acto indolente con el peruano de a pie que tiene que lidiar diariamente con el riesgo de la enfermedad y con el desempleo. No resulta extraño de que los jóvenes movilizados estén convencidos de que esa clase de políticos está situada de espaldas al país. Esa “clase política” se ha ganado por mérito propio el repudio popular.
¿Se deteriora la política? No lo creo. En todo caso se trata del deterioro de esa política, basada en una representación fallida y turbia protagonizada por esta cuestionada casta de actores políticos. No obstante, las marchas juveniles pueden convertirse en el acto fundacional de un nuevo modo de hacer política en el Perú, marcado por el ejercicio del autogobierno ciudadano como el modo fundamental de perseguir el bien público y de preservar la vigencia de las instituciones democráticas. Los agentes políticos pueden deliberar juntos en espacios comunes, incorporar temas de interés colectivo en la agenda política, así como ejercitar formas de vigilancia cívica del poder. Las movilizaciones pueden ser la expresión inicial de participación ciudadana, pero es preciso pasar a la organización de este tipo de acción política. Es necesario reconstruir la esfera pública.
Estamos hablando de dos escenarios diferenciados y complementarios: el sistema político y las instituciones de la sociedad civil. El sistema político es un espacio de representación, correspondiente al Estado y a las organizaciones políticas. Los partidos peruanos no son, desgraciadamente, asociaciones abiertas a la renovación de sus cuadros; muchos de ellos responden a la lógica perversa del caudillismo, más aún cuando algunos tienen “dueño”, o se organizan a partir de lazos familiares. La discusión de ideologías y programas ha desaparecido. La transformación de la política implica redefinir lo que significa hacer vida de partido. Dudo que las organizaciones existentes sean propicias para este tipo de cambio radical en el plano de la práxis política.
Las instituciones de la sociedad civil constituyen foros de discernimiento público que permite a los ciudadanos participar en el proceso de examinar y plantear acciones de carácter político que tengan impacto en la vida del Estado. Universidades, colegios profesionales, Organizaciones No Gubernamentales, sindicatos, asociaciones culturales y religiosas, etcétera pertenecen a este ámbito de la esfera común. Son lugares para la acción del ciudadano independiente, que no tiene militancia partidaria y acaso no está interesado en acceder a ella, pero tiene algo que decir acerca del curso de la vida pública. Actuar con otros es expresión de auténtica libertad y fuente de legítimo poder, aquel que acontece cuando iniciamos un proyecto común.
Solo una esfera pública sólida puede contener y conjurar el trabajo de corrosión comunitaria que lleva a cabo una “clase política” irresponsable. Salir a las calles ha sido una decisión acertada, pero es altamente probable que no sea suficiente para proteger nuestra institucionalidad. Ese impulso ciudadano puede asumir otras formas y desarrollarse como una iniciativa de control democrático, actuando desde la sociedad civil o desde el propio sistema político. Discutir sobre los argumentos y las decisiones que se esgrimen desde la arena pública, así como coordinar acciones constituyen los cimientos de una política saludable y genuinamente democrática. Sobre la base de esas prácticas compartidas será posible edificar una sociedad más justa y sensata.
Artículo publicado en Revista Ideele 22/12/2020
Sobre el autor:
Gonzalo Gamio Gehri
Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.