El virus del SARS-CoV-2 ha de-construido nuestro mundo de vida y ha hecho que aparezcan en nosotros diferentes tonalidades afectivas: incertidumbre, miedo-angustia, fatiga-obsesión. Estos afectos, que pueden consumir nuestro día a día, no han impedido, sin embargo, que emerjan algunas certezas. Analizaré tres certezas que pueden convertirse en soporte espiritual en este maremágnum de afectos. Así, pues, junto con los tres afectos que he mencionado, aparecen tres certezas en medio de nosotros:
Primera certeza
¿Qué fue de Dios? Se hizo vulnerable. El terror ante la incertidumbre, ante una incógnita que se cierne sobre el ser humano provocó que este busque desesperadamente algún tipo de protección. En eso no veo que Freud se equivoque. El estado de inanición hizo que el ser humano viviera, literalmente, con las manos abiertas, para sujetarse de algo que le ofreciera seguridad. Es así, como a lo largo de la historia de la creencia en Dios, se fue configurando un talante específico por el que el ser supremo aparecía como un superhéroe invencible y omnipotente, sucedáneo de la debilidad humana, incapaz de acoger su finitud. La incertidumbre del pasado es exactamente la misma que hoy nos alcanza en la figura anónima del virus. En medio de esta nebulosa, que hace lamentar lo incierto y anhelar un salvavidas, es conveniente señalar que Jesucristo parece ir en el sentido opuesto a la garantía del poder. Las tentaciones que vivió evidencian, al mismo tiempo, la posibilidad del poder, pero su radical rechazo de éste: ¡convierte las piedras en pan, tírate de aquí abajo, arrodíllate y tendrás mando y poder sobre todo el mundo! Cada una de estas tentaciones expresa la misma idea: someter a la naturaleza, someter al mundo y someter a los reyes de la tierra.
Y bien sabemos que en el Gólgota se repetirá un nuevo episodio de tentación, cuando fue invitado a bajar de la cruz por sus propios medios para que creyesen en él en virtud de un acto portentoso. El poder ofrece seguridad, difumina la incertidumbre, pero precisamente, Dios nos aparta de ese antídoto. Puede hacerse incómodo ser discípulos de una divinidad que, ante la amenaza, se hace vulnerable, como si a través de ello señalara por donde transitar en medio de la incertidumbre. Solo Dios es capaz de mostrarse bajo esa condición sin perder nada de lo que le reconocemos; solo por su opción de hacerse vulnerable puede, al mismo tiempo, hacerse gratuito y aceptarlo simplemente porque sí. Es cierto, la incertidumbre es factible/posible, pero en medio de ésta se revela que Dios no nos es obligatorio y que educa nuestra sensibilidad en la estrategia del amor que es libre.
Segunda certeza
¿Qué fue del mundo? Nos fue arrebatado. El homo sapiens se ha caracterizado por ser un gran depredador. Su modus operandi ha consistido en poseer incluso lo que no le pertenece; y tal cosa, con el fin de devorar y consumir. La tierra, la patria, el mundo, el planeta; poco importa el nombre del espacio, su ambición de conquista creció a la par de su capacidad técnica para extender la habilidad de sus manos. En ese camino, el ser humano, convertido en homo devorans, se hizo del mundo privándolo de lo que lo caracteriza como mundo animado y presente ante nosotros. El mundo fue reducido a ser mero objeto al privarlo de su posibilidad de mirarnos.
Sí, también nos miraba el mundo. La globalización, cuyos beneficios no pretendo banalizar, fue también una estratagema para reducir, primero, la presencia del mundo que me mira y para absorber, después, el espacio de cualquier otro. Si Heidegger había encontrado una fórmula para expresar la angustia a través del ser-en-elmundo, habría que precisar que lo que angustia y hace temer es más bien la experiencia de estar en un mundo que ya no pertenece a nadie. El COVID-19 ha devuelto el mundo a sí mismo, ya que se muestra como aquel sobre el que no tenemos control o posesión. Nadie lo tiene propiamente.
Nos habían dicho que el mundo se había reducido gracias a la globalización y, sin entenderlo del todo, nos hemos topado con el límite de una realidad que nos circunda y nos envuelve sin ser para nada nuestra. El COVID-19 nos arrebató el mundo que conocíamos y que sentíamos como propio, y nos devuelve a uno en el que compartimos la misma suerte y en el que ninguno es ajeno a la suerte del otro. El mundo compartido significa, entonces, que debemos responder por él cuando ya no podemos poseerlo. Si es de todos, descubrimos que al compartir la misma suerte compartimos el mismo mundo.
Es cierto, puede que el miedo-angustia de vernos desposeídos de lo que nos pertenecía se haya convertido en un cerco a nuestra vida, pero nunca habremos visto mejor el hecho de que compartimos un espacio en común, el mundo; como cuando Jesucristo pensó en un reino que fuese, sin excepción, para todos.
Tercera certeza
¿Qué fue de cada uno? Perdimos toda ciencia ante lo inesperado. La molestia ante esto se ha convertido en hartazgo, fatiga y obsesión. Cierto, algo de nosotros se ha perdido o ha tenido que adaptarse. Es inevitable que, en ese trance, se pierdan algunas dimensiones que fueron inherentes o muy propias de la persona. Este huésped insólito nos acompaña hasta la obsesión. Obses signifi ca en latín “rehén” y obsessio, significa “asedio” o “cerco”; de manera que una persona “obsesionada” es una rehén, porque experimenta una condición de asedio en la que se evidencia que ha perdido su libertad en cualquiera de sus sentidos. Así se puede entender mejor la circunstancia a la que nos ha sometido el virus, logrando que toda certeza de ayer sea una ilusión o un recuerdo nostálgico. Cabe decir, además, que esta obsesión ha desmontado nuestro pequeño mundo al aislarnos en nuestra propia condición sin escapatoria.
Es probablemente una de las raras veces en las que estaremos condenados a ir con nosotros mismos a cualquier lugar al que vayamos. Y así encontraremos con más vivacidad y colorido nuestros demonios internos, cobrando la revancha contra nosotros que no quisimos o no pudimos exorcizarlos antes. Nuestro espíritu se debate en un combate sin descanso, ya no solo contra un virus anónimo y externo, sino contra los demonios que fueron echando raíces dentro y que ya no llamamos behemoth, beelzebub, leviatan o balaam, sino ansiedad, tristeza, temor, depresión. El virus ha extirpado, a la de todos los días en el desierto.
Conclusión
La privación, a pesar de los sentimientos tan intensos mirada porque Dios es inminente.
fuerza, una obsesión anterior y muy antigua por la que ya sabíamos cómo actuar, ya sabíamos qué decir y qué hacer, pero sobre todo ya sabíamos que sabíamos. Es cierto, puede que la obsesión nos haya cercado nuestra rutina privándonos de toda ciencia de la vida cotidiana, pero nada impide esperar tercamente a que nos reconciliemos allí adentro, después de haber reconocido qué demonios nos habitan, como cuando Jesús dejó de ser el que nos ha traído, no impide remitirnos a lo esencial sin añadidos: Dios vulnerable, pero de todos los días; mundo
compartido, por el que reconocemos un destino común; espíritu sacudido por toda clase de pruebas, pero capaz de hacer un espacio a la esperanza, sobre todo cuando es posible salir al encuentro de aquel que necesita más de nosotros. Si descubrir la realidad sin adornos nos asusta, no es tiempo de lamentarse.
Publicado en la Revista Aurora, voces jesuitas sobre la pandemia
Sobre el autor:
Rafael Fernández Hart, SJ.
Rector de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya