Los años cruentos de la década de 1980 nos dejaron un país en ruinas económicas, sociales y psíquicas. 40 años después se actualiza un tiempo similar de miedo y muerte súbita. Entre el virus, el colapso del sistema de salud y la flexibilización del Estado, la gente está desapareciendo.
Pero, como ocurrió antes, no lo notamos. Lo extremo del conflicto armado y la pandemia es confrontarnos con un peligro inminente, pero difuso. Entonces, temor e incertidumbre conviven con el descreimiento. Este límite debería producir un giro y hacernos pensar cómo así llegamos a esto. Sin embargo, atestiguamos lo paralizante y desarticulador del tejido social en las reacciones anárquicas de sectores que creen saberlo o necesitarlo todo, que rompen protocolos y salen sin mascarilla, organizan parrilladas o fiestas Covid.
Muchos dirán Los Olivos y la tragedia del Thomas, pero sabemos que los distritos de las clases acomodadas también se abarrotan de fiestas. “No va a pasar nada”, “exageran”, “coactan mi libertad”, “la vida continúa, necesito salir”. Preguntémonos si estas justificaciones, que acompañan a los comportamientos de riesgo, son la continuidad, aggiornada, de ese clásico discurso del capitalismo ultraliberal donde lo más importante eres “tú mismo” (un eslogan). Un afilado individualismo se nos incrusta en el mismo centro de nuestras subjetividades.
Decía Freud que la psicología individual, “al mismo tiempo y desde un principio”, es psicología social. Pensemos qué nos pasó. Las respuestas no estarán en la psicopatología o “falta de valores”. Quizás, la factura de décadas de abandono de la vida fundamental y colectiva.
Cuando la gente está a su suerte, en Miraflores o Los Olivos, se normaliza aquello de que en el Perú la vida no vale nada. Si no vale, ¿para qué la mascarilla y la distancia social?
Artículo publicado en La República el 31/08/2020
Sobre el autor:
Ana María Guerrero
Docente de la Escuela de Psicología de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya