A muchos les cuesta entender que hay personas que requieren resguardar su interioridad respecto al exterior. Sin embargo, en sociedades habituadas a vínculos gregarios, la defensa de la intimidad no suele ser muy comprendida. Este es uno de los tantos temas sobre el preciso reflexionar para seguir entendiendo nuestra condición.
Mientras más compleja es la experiencia interior, más se necesita cuidar aquel ámbito donde se desenvuelve esa interioridad, una suerte de “habitación” por donde discurre y se expande la subjetividad. Por ello, la persona que disfruta de su intimidad, suele considerar como invasivas algunas conductas de los otros, al extremo de parecer huraña e intratable a los ojos de los demás. No es así. Se trata de una manera de ser en la que la soledad pensante se constituye en el elemento clave de una personalidad, donde el aislamiento temporal no produce horror o angustia. Sino, al contrario, momentos de reflexión, de contemplación y de creación.
No todos están habituados al ejercicio de la intimidad. Por el contrario, una mayoría encuentra como fastidiosa la situación de hallarse a solas con su propia mente ¿Por qué ocurre aquello? Porque pocas personas están dispuestas a disfrutar de su soledad. Asumen que la soledad los invita a tenerse como objeto de reflexión y esa posibilidad para el autoconocimiento les resulta simplemente espantosa. El autoconocimiento no solo es placentero. Puede ser una experiencia muy dura y confrontacional.
Por ello con el “cultivo de la intimidad” uno aprende a estar a solas consigo mismo y a mirar su interior. No se experimenta solamente la evocación terrorífica de nuestro pasado, las frustraciones y complejos de todo tipo. Sino, por el contrario, estar a solas se constituye en un momento de interpelación, de evaluación y de discernimiento. De algún modo, uno aprende a crecer en la educación de su propia intimidad.
Agustín de Hipona, que tantas cosas nos enseñó, consideró que uno de los mayores bienes era el ejercicio de interioridad; aprender a ver en el interior de cada uno al Dios que “es más íntimo a mí que yo mismo”. Para el filósofo cristiano, habría que aprender a eliminar el ruido interior que no nos permite escuchar nuestra propia voz. Y, también, aprender a no “derramarse en el mundo”. Es decir, a no botar lo que somos en el exterior. Porque vivir para el exterior es perder el propio sentido, la orientación íntima, la brújula moral y vital.
Ciertamente, nadie está obligado buscar espacios de intimidad para examinar su interior, cuidándolo de los otros. Por el contrario, muchas personas están habituadas a ser parte de grupos y se sienten muy a gusto en ellos. Más bien, el ejercicio de la intimidad, de la “habitación interior”, les resulta inhumano, porque implica un distanciamiento del clan, de la tribu, de la estructura familiar mayor. Pero es interesante observar que la subjetividad, condición para modernidad secular y para la ciudadanía ilustrada, apareció porque se aprendió a cultivar la intimidad y el relato de interior.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM