1.- La crisis y el debate constitucional.
Ninguna persona que tenga convicciones democráticas podría celebrar la disolución del Congreso. Una medida como esa por principio debilita las instituciones y resiente el equilibrio de poderes. Sin embargo, tomando en cuenta la grave situación que enfrentamos hoy, se trata de una decisión necesaria, que ha sido llevada a cabo respetando las reglas de la democracia y las exigencias de la ley. La tesis de que este acto se asemeja al autogolpe de Fujimori no se sostiene en absoluto. El régimen de Fujimori sacó los tanques a la calle, intervino el Poder Judicial y el Ministerio Público, sometió a arresto domiciliario a los presidentes de las Cámaras, persiguió a sus opositores e impidió que los medios de comunicación cubrieran esta iniciativa autoritaria con sentido crítico y espíritu democrático. El presidente Vizcarra ha convocado a elecciones parlamentarias en el más breve plazo, a diferencia de Fujimori, que pretendió gobernar sin balance de poderes, hasta que la OEA lo conminó a convocar un Congreso Constituyente.
En estas semanas se ha discutido mucho acerca de si la disolución del Congreso ha sido ejecutada en el marco de lo que estipula la Constitución. De hecho, el debate público de los últimos días ha sido monopolizado por los abogados –nunca antes el término “jurista” ha sido utilizado con tanta falta de rigor; se trata de una noción en otro tiempo reservada para los auténticos académicos del Derecho–, dejando de lado las dimensiones morales y políticas de este acto. La polémica ha girado en torno a la legalidad de la iniciativa de Vizcarra y si realmente tiene sentido identificar una “denegación fáctica” de la cuestión de confianza o si esa figura simplemente no existe. Considero que las votaciones que permitieron a la mayoría parlamentaria ignorar temporalmente la solicitud de confianza propuesta por el primer ministro constituyen una expresa denegación de tal solicitud. Esto es materia de interpretación, por supuesto, pero toda decisión y acción humana son susceptibles de ser interpretadas. Las controversias sobre la legalidad de ciertos actos entrañan conflictos de interpretación.
El periodista Federico Salazar ha sostenido que el Presidente de la República se habría tomado una atribución que no le correspondía: interpretar los actos del Congreso. Esa clase de interpretación de índole jurídico sería –a su juicio– potestad del Tribunal Constitucional[1].
El filósofo del derecho Jorge Sánchez ha mostrado en qué medida las afirmaciones de Salazar no son correctas ni tienen fundamento legal[2]. El Tribunal Constitucional es el intérprete supremo de la Constitución, pero no es el único intérprete del texto. Con mucha frecuencia, los jueces y otros funcionarios públicos recurren a la interpretación constitucional para esclarecer el sentido de una norma y su aplicación en situaciones complejas.
“Cuando hablamos de control constitucional regularmente se habla de dos niveles. El primero es el control constitucional concentrado, que en términos generales es una decisión final y de efectos generales sobre la interpretación de alguna norma. Siendo importante mencionar que esta prerrogativa pertenece únicamente al Tribunal Constitucional. Mientras que cuando hablamos de control constitucional difuso, hablamos de la decisión particular y contingente de una corte sobre la interpretación de alguna norma para un caso concreto y que está sujeta a la eventual revisión por parte del Tribunal Constitucional. Asimismo, cuando hablamos de interpretación hablamos de una facultad muy común en el lenguaje legal y particularmente en las actividades de funcionarios públicos. Tal facultad consiste en “entender” el propósito o significado de la norma en cuestión”[3].
Es de esperar que el Tribunal Constitucional se pronuncie finalmente sobre el carácter constitucional de la disolución del Congreso. No obstante, el debate público sobre la posible denegación tácita de la confianza resulta importante, más allá de la innecesaria apelación a la “incontestable” autoridad de los “constitucionalistas”. El Poder Ejecutivo se esforzó porque la medida se enmarcase en el respeto de la legalidad; en ese sentido existe un contraste notorio con el autogolpe del 5 de abril. No obstante, no existe un consenso en torno a la legalidad de esta decisión, y este conflicto está comprometido con el enfrentamiento político que hoy vivimos. El Tribunal Constitucional tendrá que someter a debate este dilema sin sacrificar su independencia.
2.- Nadar contra la corriente. Recuperemos la política.
La situación que vivía nuestro país en torno al conflicto Ejecutivo/Legislativo era insostenible. La mayoría parlamentaria (y sus satélites en otros grupos) había concentrado su trabajo en obstruir la gestión del gobierno, censurando ministros y forzando la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski. El fujimorismo intentó primero controlar a Vizcarra, y luego ha aunado esfuerzos para ponerlo en jaque y bloquear sus actos de gobierno. En realidad, Keiko Fujimori jamás aceptó la idea de haber perdido la elección frente a Kuczynski en 2016. El afán conspirativo llevó a su entorno a cometer errores graves, que contribuyeron a echar a perder la situación de privilegio que ocupaba Fuerza Popular en el Congreso. El fujimorismo dilapidó lo que había logrado en los últimos años, perdió incluso el poder numérico que había acumulado en el parlamento. Se dedicó a blindar a personajes investigados por presuntos delitos de corrupción, así como a cimentar condiciones potenciales de impunidad para sus cabezas visibles ante el Poder Judicial y el Ministerio Público. A todo esto, hay que añadir el evidente boicot parlamentario contra el proyecto de reforma política planteado desde el ejecutivo. La disolución del Congreso constituyó un duro golpe a este sistema de intereses representado por el fujimorismo y sus aliados apristas (y otros).
En unos pocos meses tendremos nuevas elecciones parlamentarias en el Perú. Esta bien puede ser una oportunidad significativa para cambiar las cosas en el espacio público y quizás renovar la política. Esto implica no solamente votar con sentido cívico y de manera informada, sino asumir una posición clara en el debate público para fortalecer el Estado de derecho y el sistema democrático. Y acaso sentar las bases de una cultura política. Los ciudadanos somos responsables del problema, así que podemos ser parte de la solución. Nosotros le otorgamos un poder inmerecido a nuestra decrépita “clase política”; podemos ahora hacer las cosas de forma distinta, actuando como agentes políticos desde los partidos y desde las instituciones de la sociedad civil. Participar en las deliberaciones que producen y examinan las leyes, generar formas de vigilancia y control político, constituyen formas de intervenir razonablemente en el desarrollo de la República.
Sin embargo, el escenario no es enteramente propicio para ese despertar político. Hace tiempo que sostenemos que se hace necesario el surgimiento de una derecha liberal y de una izquierda democrática y pluralista. Estamos lejos de ello, aunque deberíamos contribuir con tales procesos desde la acción cívica. La derecha no ha abandonado el mercantilismo craso, así como posiciones conservadoras en lo político y en lo religioso. La mutua colaboración entre el fujimorismo y movimientos de corte integrista como Con mis hijos no te metas es ya un lugar común en el análisis político en los últimos meses. Por su parte, la izquierda no ha forjado una situación más propicia para cultivar el pensamiento progresista. Nuevo Perú acaba de anunciar su alianza con el partido de Vladimir Cerrón, personaje acusado de corrupción y célebre exponente de un discurso virulento contra los homosexuales, las mujeres y los extranjeros. Con este cuestionable pacto, Nuevo Perú ha echado por tierra una buena trayectoria en el ejercicio parlamentario en materia de respeto a la diversidad y el cuidado de la tolerancia. Este partido ha aceptado negociar sus propios logros políticos a cambio de obtener beneficios de una agrupación que cuenta con una inscripción que la habilita para participar en las próximas elecciones. Ha accedido a sacrificar principios importantes en nombre de la cristalización de sus intereses electorales.
Situaciones como las descritas apuntan al robustecimiento del caudillismo, la cultura autoritaria y el prejuicio que tanto nos han lesionado como sociedad a lo largo de la historia. Lejos de abonar el terreno a una renovación de la política, estas iniciativas profundizan las viejas taras de la escena pública nacional y reproducen las severas debilidades de nuestra “clase política”. Resulta frustrante constatar que agrupaciones “progresistas” no duden en pactar con los predicadores de la misoginia, el chauvinismo y la homofobia, rehusándose a quebrar lanzas con un conservadurismo exacerbado. No puedo dejar de pensar que a nosotros –ciudadanos comunes del Perú– nos corresponde enfrentar estas dificultades. Necesitamos emprender la ruta del salmón, vale decir, nadar contra la corriente. Participar en los escenarios de la vida pública para vigilar la labor de nuestros representantes, sentar las bases de una cultura política basada en el cuidado del pluralismo y en el respeto por los principios democráticos. Las cosas no cambiarán solamente porque podemos formular en público nuestras aspiraciones a construir una comunidad inclusiva y libre. No basta la indignación frente a la corrupción, es preciso movilizarse y actuar. Las soluciones no llegarán si no actuamos con nuestros conciudadanos en el espacio común. En tiempos de crisis, no podemos renunciar al ejercicio del coraje político y al cultivo de la esperanza.
Artículo publicado en la Revista Ideele n.° 288
[1] Salazar, Federico “Intérprete y quebrantador” en: https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/interprete-y-quebrantador-por-federico-salazar-noticia/ .
[2] Sánchez, Jorge “Conflicto de interpretaciones y límites del derecho” en: https://jhsanchezp.wordpress.com/2019/10/10/conflicto-de-interpretacion-y-limites-del-derecho/
[3] Ibid.
Sobre el autor:
Gonzalo Gamio Gehri
Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.