Las reacciones en la comunidad internacional no apuntan a cuestionar la disolución del Parlamento decidida por Vizcarra. Ni a apoyar a Mercedes Aráoz.
No hay forma, hoy en día, de tomar una decisión tan trascendental como la disolución de un Parlamento, o la destitución de un presidente, sin que el entorno regional o global mire, examine, cuestione y eventualmente hasta interpele y condene. Los tiempos en que los golpes, los auto-golpes, la represión sin frenos, o la corrupción desatada campeaban han concluido. O al menos se han relativizado.
Es la globalización, claro, aunque eso no signifique que todos los males o desvaríos se pueden atajar desde el entorno internacional. El ejemplo más clásico, tristemente a la mano, es el de Venezuela, donde el régimen ni se cae ni se desploma. O, peor aún, el de Siria, donde el tormento de la guerra no cesa. Sin embargo, si hay, por lo menos, ciertas señales que marcan la cancha.
De allí que la disolución del Congreso de la República, decidida por el presidente Martín Vizcarra la tarde del lunes 30 de septiembre del 2019, ha comenzado a pasar por el tamiz inevitable de las reacciones internacionales. Una de las primeras señales ha venido de Luis Almagro, el Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), quien ha emitido un comunicado.
Una de sus propuestas es que la controversia, si existe, la resuelva el Tribunal Constitucional (TC) de nuestro país. En otras palabras: debemos arreglarlo adentro y, si nos necesitan, nos llaman. Tan clara es su posición que luego se lee lo siguiente: “la SG/OEA se mantiene a disposición de los actores políticos peruanos en caso decidan requerir apoyo para soluciones acorde al Estado de Derecho”.
No habría que desatender esa entrelínea, sobre todo porque Mercedes Aráoz, la vicepresidenta de la República (exvicepresidenta, o presidenta encargada, o…), ya ha anunciado que acudirá a este organismo. Si la idea es -o era- que este se pronuncie en términos contundentes, que convoque a una reunión de emergencia, o que envíe de inmediato una misión, habría que comenzar a disolverla.
Máxime si, el comunicado también sostiene lo siguiente: “Es un paso constructivo que las elecciones han sido llamadas conforme a los plazos constitucionales y que la decisión definitiva recaiga sobre el pueblo peruano, en quien radica la soberanía de la nación”. Al leer esto, un fujimorista enardecido podría, revolviéndose en un viejo argumento, decir que la OEA es caviar, o cosa parecida.
Pero no. Todo indica que ese era el feeling esperable de la organización. Para entenderlo, hay tres casos más o menos recientes que nos pueden dar una pista. Uno es el golpe de Estado contra el presidente hondureño Manuel Zelaya, perpetrado el 28 de junio del 2009; otro es la destitución de Fernando Lugo, el mandatario paraguayo, el 22 de junio del 2012; y otro la destitución de la presidenta de Dilma Rousseff el 2 de diciembre del 2015.
En los tres escenarios los afectados apelaron a la OEA para conseguir apoyo, pero sólo en el primer caso se consiguió una medida radical, que fue la expulsión de Honduras del organismo interamericano. Por la simple razón de que se trató de un golpe de Estado en toda regla, como los de antaño: a Zelaya lo sacaron los soldados en pijama, durante la madrugada, y lo mandaron exiliado a Costa Rica
Cómo pudo producirse eso en tiempos tan recientes habla del tipo de clase política que hay en Honduras. Pero lo que importa hoy es que únicamente en un caso así, clamoroso, el organismo puede reaccionar de ese modo. El adelanto de opinión sobre lo ocurrido en nuestro país ya ha sido dado en el texto de Almagro. No se menciona, para nada, la palabra ‘golpe de Estado’, ni siquiera se insinúa.
En el caso de Lugo la OEA se limitó (con José Miguel Insulza en la Secretaría General, como en el caso de Honduras) a manifestar “su preocupación” y dijo que solo hubo una “terminación anticipada del mandato”. Y en el de Rousseff, a pesar de que se trató una destitución digitada por la oposición y forzada en el Parlamento brasileño, también mostró su preocupación y se pidió “garantías mínimas para el debido proceso” (ya Almagro estaba en el cargo).
Es cierto que las reacciones de los organismos internacionales también pasan por el filtro del poder regional (no es lo mismo cuadrar a Honduras que a Brasil). Sin embargo, este pequeño recuento y el reciente comunicado sugieren un pronóstico poco auspicioso para Pedro Olaechea y la ex bancada fujimorista, que ahora se ha convertido casi en fiel devota del Sistema Interamericano que antes repudiaban.
Más atrás, está el auto-golpe del 5 de abril de 1992 (otro golpe como los de antaño, con botas en las calles, los medios y los poderes públicos), decretado por Alberto Fujimori al ritmo de di-sol-ver, di-sol-ver. Entonces, la OEA, al comando de César Gaviria, fue bastante comprensiva, pues a pesar de la gravedad de la situación se limitó a “exigir” el diálogo del régimen con la oposición.
Al final, Fujimori prometió ante la XXII Asamblea de la Organización, realizada en mayo del mismo año en Nassau, la convocatoria del Congreso Constituyente Democrático (CCD). El drama acabó allí. Aunque el 11 de septiembre del 2001, en Lima, se adoptó la Carta Democrática Interamericana, que tiene la capacidad de “sancionar a los Estados Miembros que sufran rupturas institucionales”.
Honduras fue sancionada, pero Venezuela nunca llegó a tener sanciones severas debido a que, para que estas se den, tiene que contarse con dos tercios de los votos del organismo, que tiene 35 miembros, es decir con 23. Nunca se lograron, hasta que, en abril pasado, el gobierno de Maduro se retiró de la OEA. Quien asiste ahora es Juan Guaidó, un presidente reconocido por medio centenar de naciones.
Todo esto da una idea de la larga y tortuosa peregrinación que le esperaría a Mercedes Aráoz si realmente apela al organismo. Luce imposible que se condene la disolución del Parlamento, por lo ya dicho por Almagro en el comunicado, y porque para que ocurra algo, digamos, espectacular, tendría que contarse con un número apreciable de votos en una reunión de cancilleres de la región. No hay ninguna señal de que eso vaya a ocurrir. No hay gran indignación regional.
El único país que, hasta el cierre de estas líneas, se ha pronunciado es el vecino Chile. El canciller de Sebastián Piñera, Teodoro Rivera ha declarado que siguen de cerca los acontecimientos, y que son “muy respetuosos de la situación interna”. El veterano Insulza, por su parte, ha ‘tuiteado’ tomando distancia tanto de la disolución del Congreso como de la destitución de Vizcarra por parte de este.
“Mal día para la democracia en Perú”, ha escrito, un punto de vista con el que se puede coincidir, porque el momento que vivimos es políticamente traumático. Aún así, no se puede comparar a Vizcarra con los militares hondureños, ni con Alberto Fujimori y menos con el torvo régimen de Nicolás Maduro, que se sacó una Asamblea Constituyente de la manga y le quitó poderes a la Asamblea Nacional.
Pocas personas dentro de nuestro país ven lo ocurrido como un golpe de Estado, salvo los airados fujimoristas y apristas, así como algunos juristas. Afuera pasa lo mismo: casi nadie lo ve así. Sería muy sorprendente que aparezca un país, modesto o poderoso, que condene la decisión. No tendría argumentos, ni compañía, por lo que lo previsible es que el Vía Crucis internacional de Aráoz, o de Olaechea, tal vez termine apenas en una plegaria sin respuesta.
Artículo publicado en el portal La Mula el 02/10/2019
Sobre el autor:
Ramiro Escobar
Docente de Relaciones Internacionales de la carrera de Ciencia Política (CIPO) de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya