La reforma de las instituciones políticas y de la justicia es un imperativo para alcanzar el desarrollo. La indiferencia ante ella priva al país de un horizonte de progreso y bienestar.
La impronta por la que podría ser recordada la gestión presidencial de Martín Vizcarra es su empeño reformista, ante una institucionalidad política y jurisdiccional anquilosada, maltratada por la corrupción y negada en el horizonte de las prioridades nacionales por algunos de los llamados a liderar el progreso del país.
Las fuerzas refractarias a los cambios insinuados, se han desgañitado exigiendo del gobierno otras prioridades: reconstrucción del norte, reversión de la anemia entre nuestros niños, atención a la conflictividad social y mayor ejecución del gasto público, como si estas legítimas demandas fueran incompatibles con la mejora de la calidad de nuestras instituciones. De este modo se ha querido persuadir a la opinión pública de la supuesta inutilidad de la reforma que, según su dicho, no tiene consecuencia alguna en la vida de los ciudadanos.
Esas voces no parecen afectarse ante el menosprecio ciudadano a un Congreso cada vez más deslegitimado, ni ante partidos políticos amenazados por la criminalidad organizada, ni frente a redes de corrupción como los “cuellos blancos”, procurando en tropel el control de posiciones claves en el sistema de justicia. Prefieren que este y los gobiernos sucesivos dirijan su mirada a otras materias, que hagan como si no vieran, que pasen distraídamente al lado de la herrumbre y la corrosión de instituciones urgidas de ser reformadas. Quienes adoptan esas posiciones no son capaces de comprender que no hay desarrollo posible en convivencia con una institucionalidad en escombros.
El Foro Económico Mundial nos recuerda cada año, a través de su índice Global de Competitividad, que aun cuando nuestros indicadores macroeconómicos son positivos y nos ubican a mitad de tabla en ese capítulo, los de institucionalidad son deplorables: disputamos los últimos lugares con los países más pobres e inciviles, en el África al sur del Sahara, en independencia judicial (115), carga de la regulación gubernamental (128) y eficiencia del marco legal en la resolución de conflictos (136), sobre 140 economías en el mundo.
La OCDE, el selecto grupo de 35 países desarrollados y en vías cercanas de serlo, al que nuestro país aspira a integrarse en un futuro cercano, exige igualmente condiciones institucionales para ello. El Perú cumple desde 2014 un programa país para ser admitido que comprende cinco condiciones básicas: desarrollo económico, gobernanza pública, transparencia y lucha contra la corrupción, productividad y capital humano y medio ambiente. La segunda y la tercera están directamente asociadas a las reformas de la política y la justicia. En el mundo próspero y de bienestar a nadie se le atraviesa la idea ingenua de que se puede ser un país desarrollado sobre la base de instituciones endebles y carcomidas por las raterías de sus operadores.
Se equivocan aquellos que son tímidos en la exigencia de las reformas de la política y la justicia, porque temen que la tensión del debate pueda dañar la estabilidad del país. Ella, por el contrario, es socavada por el inmovilismo y la pasividad.
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Sobre el autor:
Aldo Vásquez Ríos
Vicerrector académico de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya