El quinto mandamiento parece evidente: no matar, pero más allá del texto disuasivo nos encontramos frente a una llamada a la acción: velar por la vida del otro. A simple vista tampoco parecer ser una tarea irrealizable, pero qué sucede cuando ese otro piensa diferente de mí, si tiene otra religión u otra orientación sexual.
En nuestro país, la mayor parte de nosotros aprendimos, a través del catecismo, los diez mandamientos. La versión fílmica de 1956 con Charlton Heston, y que se repite en televisión cada año en Semana Santa, se encargó de popularizar nuestro conocimiento de la vida de Moisés y de las normas que regían al pueblo judío.
Hoy sabemos que los diez mandamientos no son la primera ley escrita de las civilizaciones y que su composición tuvo influencias de las culturas aledañas. Dios habla, pues, a través de circunstancias que a veces tardamos en conocer o en reconocer.
Jesús renueva la visión sobre los mandamientos. Así, aunque en el evangelio de San Mateo, Jesús señala que no ha venido a cambiar ni una coma de la ley mosaica, cuando se le interroga sobre cuál es el mandamiento más grande, no duda en responder que el primero es amar a Dios sobre todas las cosas y el segundo, semejante al primero, es amar al prójimo como a sí mismo. Y, todavía añade, aquí está toda la ley y los profetas. Jesús percibió, me parece, que los mandamientos aseguran la vida de los demás al prolongar el amor que manifestamos por Dios. Así, se puede decir que el “no matarás” adquiere un lugar privilegiado ya que significa hacerse cargo de la vida de los otros exactamente como lo hago con la mía y con Dios.
Pero, aunque el “no matarás” tenga varios milenios de historia, lo cierto es que no hemos podido darle su sentido, por eso me atrevo a recordar uno. “No matarás” no solo significa no atentar contra la vida del otro, sino velar por su vida. Ahora bien, ¿qué pasa si se trata de una persona diferente de mí? Habrá que velar por ella; ¿y si piensa diferente? Habrá que velar por ella; ¿y si tiene otra religión; o es de otra raza y cultura; o si tiene una orientación sexual que no comprendo? Habrá que velar por ella, es decir cuidar también de su vida a costa incluso de la nuestra. Y es que es claro que la otra alternativa es simplemente enviarla al patíbulo.
Es verdad que no debemos ceder a ninguna ambigüedad y que debemos reconocer y llamar a las cosas por su nombre, en especial cuando estemos frente a lo que no es bueno, pero, al mismo tiempo, hoy hemos afinado nuestra percepción del mal. Hasta hace no mucho juzgábamos que la diferencia de las personas podía ser una distorsión, un mal moral e incluso psicológico. Hoy respetamos los derechos de las minorías; cosa que antes ignorábamos por completo. Obviamente, que respetemos a las minorías no significa que todos tengamos que ser como ellas; eso no viene incluido con el gesto del reconocimiento. Un ejemplo absurdo: a nadie se le ocurriría pensar que todos deben ser arquitectos o filósofos; sería un desastre.
El “no matarás” supone, por lo tanto, hacernos cargo unos de otros; no con el fin de que todos sintamos, pensemos o actuemos de igual forma. Si nos mantenemos dentro de un marco ético, solo es posible obligar a otro, e incluso a través de coacción, cuando se pone en riesgo la vida en sociedad. Que una persona tenga una diferente orientación sexual no compromete el futuro de la especie ni de la sociedad, pero si me dijesen que todos debemos pensar y actuar conforme al valor de esta minoría, primero dejaría de ser una minoría y segundo allí sí pondríamos en riesgo la vida en sociedad como ocurre con cualquier totalitarismo.
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Sobre el autor:
Rafael Fernández Hart, SJ.
Rector de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya