Por su diversidad biológica y riqueza cultural reconocidas por Unesco, Oxapampa es un lugar con todas las condiciones para alcanzar un bienestar sostenible. Sin embargo, peligra, encausada en un modelo de desarrollo que ya acumula pesticidas en sus aguas y motocares en sus calles. Sus sueños, igual que su flamante relleno sanitario, podrían durar muy pocos años.
Visité en días pasados Oxapampa, comarca de montañas tumultuosas, torrentes ágiles, bosques nublados y gente hospitalaria. De la jungla colgante, protegida en el Parque Nacional Yanachaga Chemillén, desciende la quebrada La Esperanza, que ofrece agua a quince mil personas, entre residentes y visitantes de la capital provincial.
Hace ocho años, la Unesco declaró aquí la Reserva de Biosfera Oxapampa-Asháninka-Yánesha, sumándola a una red mundial de lugares donde convergen la diversidad biológica, la riqueza cultural y buenas oportunidades para un bienestar sostenible.
Honrando el buen sentido de los viejos colonos austroalemanes, uno no ve ni un papelito tirado en las calles. Hay un bonito relleno sanitario. La unidad municipal de gestión de residuos sólidos hace campaña por la compostación doméstica de desechos orgánicos y contra los plásticos desechables.
Pero Oxapampa es una promesa en peligro. La producción de basura no disminuye y el relleno está previsto para diez efímeros años. En las intersecciones, aceleran motocicletas sin silenciador y motocares de los más ruidosos (los mismos que hicieron inhabitables a Iquitos y Pucallpa). Hay una fiebre de la construcción, como si todo el mundo esperara un apogeo de los bienes raíces, costeado quizá por vacacionistas adinerados. Los campos de granadilla, en todos los valles y quebradas, son manejados rutinariamente con gran cantidad de pesticidas, que corren sin barrera hacia las aguas.
Oxapampa se interna en el mismo modelo que ya hizo crisis en otras regiones emergentes. Es fácil predecir, en una década, una ciudad ensordecedora, congestionada, insegura y contaminada; donde ya nadie dé los buenos días. Una ciudad desde la cual ya no será posible admirar el romance de las estrellas y las montañas.
Mi visita coincidió con un encuentro de conservacionistas. Para nuestro desmayo, varios participantes optaron por usar sus camionetas para cubrir las ocho cuadras entre el hotel y el lugar de reuniones; y las dos cuadras a nuestro almorzadero. Ante el escándalo por la incoherencia, solo algunos dejaron de hacerlo. Después, nos preguntábamos ¿por qué una persona que trabaja en conservación de la naturaleza acaba comportándose contra el medioambiente y su propia salud física y mental igual que cualquier hijo de vecino? “Comodidad”, dijeron mis alumnos. Pero ¿en qué momento caminar por calles apacibles se volvió incómodo? Emergió otro elemento que no habíamos tomado en cuenta: El símbolo de status que es la camioneta.
Una vez, hice un experimento. No llegué en automóvil a la Corporación Andina de Fomento, donde los vigilantes solían recibirme con marcada obsecuencia. Llegué en bicicleta. Fui rodeado por guardias alarmados. ¿Quién era yo? ¿A qué venía? ¿Dónde pensaba dejar esa afrenta? Un “VIP” se convierte en sospechoso de terrorismo, si llega en bicicleta. Y un “ingeniero” que deja guardada la 4×4 no es otra cosa que un vulgar peatón. En el nuevo sistema de castas que infecta la mente contemporánea, quien anda es un don nadie. Quien viaja en bicicleta es un antisistema. Y aquel que todavía alza la vista hacia la luna, en un silencio poblado de potencias, será pues un subdesarrollado.
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Sobre el autor:
Ernesto F. Ráez Luna
Docente de la carrera de Economía y Gestión Ambiental de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.