La reciente muerte de 17 ciudadanos en el terminal informal de buses interprovinciales en el barrio limeño de Fiori, vuelve a evidenciar el enorme daño que la informalidad le hace a nuestro país. Después de las explicaciones justificadoras, se trata de observar este asunto desde la ética y la política.
La explicación sobre lo ocurrido en el terminal informal de buses interprovinciales de Fiori se puede encontrar, entre otros, en dos libros fundamentales de las ciencias sociales del siglo XX: Desborde Popular y Crisis del Estado (Matos Mar) y El Otro Sendero (De Soto). La primera, desde cierto marxismo postestructural. La segunda, desde la “escuela austriaca de economía”. En ambas perspectivas, la función histórica del Estado peruano salía perdiendo en la evolución integral de su proceso. En el primer caso, el Estado había servido a aquel “Perú oficial” que se encarnaba en la oligarquía criolla y en sus aliados, en detrimento de un “Perú real”, popular y migrante. En el segundo caso, el Estado se había servido a sí mismo; acumulado funciones desmesuradamente y entorpeciendo las acciones individuales, desde un aparato burocrático inútil y corrupto. De ahí la vastedad de una economía sumergida, que había sorteado las dificultades creadas por el mismo estado.
Estas importantes y necesarias explicaciones, surgidas desde ambas perspectivas, parecían suficientes. Y fueron asumidas como ciertas por la gran mayoría de investigadores. También, sin mayor examen crítico, fueron utilizadas instrumentalmente desde el marketing político y el marketing empresarial para otorgarle una carta de ciudadanía cultural al “nuevo Perú”. El “nuevo Perú” era “emprendedor”, “ingenioso”, “trabajólico”, “creativo” y “antipolítico”. Y en este “nuevo Perú”, el que había surgido tras las ruinas de la “guerra interna” y del “colapso del Estado oligárquico y mercantilista”, la organización gubernamental debía ser reducida o limitada al máximo. El Estado peruano había sido un mal socio de los individuos y no merecía tenerlo en cuenta. Más bien, solo habría que atender lo que obliga el mercado.
A lo largo de la década de 1990 y en los primeros años del nuevo milenio, el enfoque fue el mismo, tanto, que se normalizó una nueva mitología: la absoluta legitimidad de hacer todo lo posible para tener dinero o para sobrevivir. Sin embargo, no se pensó en el conjunto de situaciones que se gestaban alrededor del “nuevo Perú”: el Perú de la “economía sumergida” e informal. En primer lugar, muchos individuos, muy pocos capacitados, dedicándose a las mismas labores productivas y ocasionando una sobresaturación de oferta en los mismos servicios. En ese escenario, la competencia se hace más extrema, más aún cuando no existe una organización formal de la sociedad. El Estado derruido en las décadas de 1980 y 1990, y recompuesto en trozos durante el nuevo milenio, no ha sido concebido para garantizar el “bien común”. Es, sobre todo, un gran ente recaudador que administra algunas funciones sociales y públicas.
La explicación que justifica la existencia de la informalidad, ya ha sido utilizada de forma suficiente. No podemos seguir usándola de manera indeterminada, porque se trata de asumir fatalistamente que podemos estar indefinidamente en un limbo económico de consecuencias lamentables.
Si realizamos una lista de los eventos negativos que ha sufrido nuestro país, observaremos que la informalidad es la causa de la mayoría de ellos. Pues no solo se ha quedado en el ámbito económico; ha tomado espacios en lo político, en la cultura y en la academia. No habrá futuro para nuestro país si nos quedamos en la informalidad y sumergidos en la “economía sumergida”. Para ello hay que recuperar la idea del Estado como garante del “bien común” y crear las condiciones para formar una república de ciudadanos. El orden trae seguridad. Y una vez logrados, sobre esos cimientos, se construye todo lo demás.
Lea la columna del autor todos los lunes en Rpp.pe
Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM