Los monumentos dedicados a las figuras de nuestro pasado pierden todo significado si no se encuentran integrados a la ciudad. Limitar el acceso físico y concreto a ellos es también limitar nuestro contacto con su herencia y sus enseñanzas.
Es seguro que a lo largo de este año se celebrarán muchos eventos para recordar los cien años de la muerte del escritor Ricardo Palma (1833-1919). Actualmente, organizar ceremonias o publicar artículos conmemorativos no es muy complicado, pues iniciativas culturales y académicas nunca faltan, sobre todo cuando se trata del autor de las Tradiciones Peruanas. Sin embargo, también es necesario preguntarse en qué medida la ciudad de Lima y los limeños han respondido a la necesidad de rememorar a una figura tan significativa como esta.
Actualmente, la capital peruana bordea casi los diez millones de habitantes y hablar de una escultura es casi como hablar de un pequeño detalle en un complejísimo escenario, pero esta reflexión surge precisamente de lo que creemos importante para la vida de una gran ciudad. Nos referimos, en particular, a un busto de Ricardo Palma que se encuentra en el centro del distrito de Miraflores pero que, lamentablemente, pasa desapercibido para muchos. Los autos lo rodean, pues se encuentra en la angosta jardinera que divide la avenida, y los transeúntes que pasan cerca se encuentran muy lejos como para percibir su presencia. No sabemos si estos ocasionales pasajeros se han preocupado por averiguar de quién se trata, pero lo que es cierto es que esto es un poco difícil y riesgoso. Si se le quiere visitar y leer la placa de bronce –un par de estrofas escritas por el poeta José Gálvez– hay que esquivar los vehículos y tentar el poco espacio que hay entre el monumento y las plantas para poder apreciarlo. Pero, ¿qué hace un peatón en medio de la avenida leyendo lo que está escrito al pie del pilón que no se sabe para qué sirve? No nos podemos quedar mucho tiempo ahí y hay que volver a correr a la vereda, pues cualquier auto o autobús nos puede coger distraídos.
No hay ninguna señal o información en el lugar que lo corrobore, pero es probable que este busto (firmado por el maestro piurano Luis F. Agurto) sea el mismo que se develó en 1921 y originalmente se encontraba en la última cuadra de la Avenida Leguía (hoy Avenida Arequipa). Algunas fotos del Miraflores de la primera mitad del siglo XX parecen confirmar que alrededor había mucho más espacio, pues en ellas se ve a unos niños que descansan al pie y detrás se observan algunos árboles. La ceremonia de inauguración debió ser muy sentida, pues el escritor había fallecido apenas unos tres años atrás (no muy lejos de allí se encontraba la casa en la que vivió durante sus últimos años) y este era el modo en que el distrito le rendía su homenaje.
Si hoy tenemos un busto rodeado por autos que pasan a velocidad, no solo es difícil que sepamos a quién está dedicado sino también cuál es su lugar en la historia de nuestra cultura. Es irónico que uno de los escritores que se preocupó por recuperar y mantener viva la memoria histórica se encuentre ahora en esta situación. El peligro que corre quien se atreva a visitarlo es metáfora del peligro en el que se encuentra nuestra tradición. Si no permitimos a los transeúntes y a las futuras generaciones saber quién es, la identidad y la historia de Lima y el Perú se encontrarán mucho más en riesgo todavía.
Un aspecto que llama la atención de este vibrante busto es que en la base hay un libro abierto. Cabe preguntarse si la Lima actual también abrirá sus caminos –los caminos reales, los caminos para todos– para reencontrarse con el escritor y con su legado.
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Sobre el autor:
Mario Granda
Docente del Programa Humanidades de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya