En nuestros días se viene librando una genuina lucha cívica para consolidar el imperio de la justicia en el país. Personajes públicos como el juez Concepción Carhuancho y el fiscal Pérez han demostrado que en el Perú ya no hay intocables cuando se trata de políticos sobre los cuales pesa alguna sospecha en materia de corrupción. Los políticos investigados indican que la fiscalía ha iniciado una persecución política contra ellos. Se trata de una hipótesis bizarra en el contexto de una democracia vigente, en la que existe división de poderes.
Efectivamente, el sector más conservador de la política –el fujimorismo, el Apra congresal, e incluso una cierta derecha religiosa que le es afín-, así como algunos líderes de opinión cercanos a esa postura, han señalado que la prisión preventiva de Keiko Fujimori y el impedimento de salida del Perú de Alan García son fruto de un complot urdido por los “caviares” (grupo que reuniría a liberales, socialdemócratas y socialistas, es decir, al sector “progresista” en lo político y lo social) y la izquierda. Para algunos de esos “críticos”, los “caviares” son en realidad comunistas, presuntamente coludidos con el “chavismo”, e incluso con el “terrorismo”. Se trata de una teoría conspirativa más –de elaboración común en aquellos círculos-, carente de cualquier justificación sólida. Resulta extraño que haya gente que pueda tomar en serio tal ejercicio de simplificación intelectual y de rudeza política. Pero estamos en los tiempos de la “posverdad”, así que tampoco debería causar un desconcierto exagerado la proliferación de esta clase de discursos. Es curioso que hoy -en un contexto de debilidad institucional y de franca crisis de credibilidad- estos grupos planteen “incondicionalmente” una discutible “reconciliación”, privada del cuidado de la verdad y de la justicia.
Este tipo de situaciones revela esquemas de convicción y de acción evidentemente funestos. La agenda de este sector de la política peruana plantea (a veces de un modo implícito, aunque en numerosas ocasiones de modo manifiesto) que existen grupos de la sociedad que simplemente no cuentan, por motivos ideológicos. Si se tratara solamente de que para ellos no cuenta políticamente el sector “progresista”, uno podría pensar que la facción más conservadora está aplicando de manera inadvertida – y sumamente discutible – la distinción schmittiana entre “amigos” y “enemigos” como base del ejercicio de la política. Por supuesto, creo que aquí habría un malentendido frente a las ideas de Schmitt y considero que quienes así proceden (más allá de una mala interpretación del autor evocado) asumen una manera imprecisa e incluso dañina de entender la política. Pero el asunto va más allá de un esquema hermenéutico equivocado. Las personas que para este esquema no cuentan no son sólo rivales políticos: son catalogados como “enemigos del país”, del “desarrollo” y de los “valores tradicionales”.
En el Perú, el sector conservador está comprometido expresamente con una agenda contraria a la igualdad de género y a la justicia intercultural. El conservadurismo criollo tiene dificultades para lidiar con la heterogeneidad constitutiva de una sociedad moderna y democrática.
Lea el artículo completo en la Revista Ideele N° 283
Sobre el autor:
Gonzalo Gamio Gehri
Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.