Por: Marcia Abanto
Estudiante de la Escuela de Periodismo de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
La tarde del jueves 18 de enero no fue un día cualquiera para los cerca de 30 000 jóvenes peruanos que esperaron, con cantos y bailes, la llegada del papa Francisco frente a la Nunciatura Apostólica, en el distrito limeño de Jesús María.
Una joven que viste con un polo morado, bluyín y una gorra blanca con visera morada mira impaciente la pantalla de su smartphone. Su polo dice “Papa Francisco, Perú 2018. Unidos por la esperanza” y debajo, de manera vistosa, la palabra “voluntario”.
-Disculpa, ¿por dónde queda el Ministerio de Trabajo? me pregunta presurosa y es que el ómnibus que la trajo debió haber seguido su ruta por la avenida Salaverry, pero se desvió por una avenida paralela que bordea un famoso e inmenso parque llamado Campo de Marte.
Apura su paso y se incorpora a un grupo de jóvenes que visten como ella. Al costado del grupo, un auto y cuatro oficiales de la PNP impiden el tránsito de vehículos por la avenida Nazca.
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La primera vez que un Sumo Pontífice pisó tierras peruanas fue en 1985. Era Juan Pablo II, el papa peregrino, quien visitó un país golpeado por el terrorismo, los desastres naturales y la desestabilización tanto política como económica (entre otros males). ¿Qué podía tener de especial un país con un contexto de crisis como ese? La fe de la gente quizá, esa que de acuerdo a una cita bíblica, es capaz de mover montañas.
Aquella visita duró cinco días, tiempo suficiente para que Juan Pablo II visitara las ciudades de Lima, Arequipa, Ayacucho, Cusco, Piura, Trujillo e Iquitos y se ganase el corazón de los peruanos al coronar a la Virgen de Chapi, beatificar a sor Ana de los Angeles Monteagudo, hacer llamados por la paz y decir que se siente “charapa” (como se les llama amablemente a los pobladores de la selva de Iquitos).
Tres años después, Juan Pablo II retornaría brevemente a Perú para el Congreso Eucarístico y Mariano de los países bolivarianos. El panorama del país se había mantenido sombrío y antes de irse, se dirigiría a los peruanos con el siguiente mensaje: “(…) no puedo silenciar la tristeza que invade mi corazón de pastor al comprobar que este noble pueblo peruano continúa sufriendo el flagelo de la violencia”.
Desde entonces, el Perú no volvería a recibir una visita papal. Hasta treinta años después.
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A medida que pasan los minutos va creciendo la muchedumbre de feligreses, encabezada por jóvenes que han venido de distintas partes de Lima y del Perú. Su finalidad es ver llegar al papa Francisco a la Nunciatura Apostólica, la embajada del Vaticano donde el sumo pontífice descansó durante los tres días de su visita.
Para la mayoría de jóvenes, el papa es simplemente Francisco –sin mayores formalismos–, ese nombre es símbolo de sencillez y paz, y su mensaje es la palabra divina que el país necesita escuchar para que enrumbe unido por la esperanza.
“El hecho de que Francisco esté aquí, en Perú, es voluntad de Dios. Yo estoy segura que el mensaje que nos va a dejar va a impresionar a la juventud y va a entrar en el corazón de todos nosotros”, expresa Lucía, miembro de la Guardia del Papa, la agrupación de jóvenes encargados de la logística que requirió el desplazamiento del sumo pontífice.
Dicho de esa manera parece una labor seria, pero aquella tarde del jueves, se distinguen por dos cosas: moverse y danzar de arriba abajo, de un lado al otro con canciones religiosas, y vestir con polos morados.
“¡Confirmado señores, el papa ya vieeene!”, una voz masculina se hace escuchar a través de los altoparlantes y añade: “¡miren la pantalla, falta poco para que ya esté aquííí!”
Al decir ‘la pantalla’, hace referencia a las pantallas gigantes ubicadas en puntos estratégicos de la zona para que los asistentes monitoreen a qué distancia se encuentra Su Santidad. En cuestión de minutos, se cumple lo anunciado: un grupo de policías motorizados, acompañados de diversos agentes de seguridad, custodia la llegada del papa Francisco.
La muchedumbre se agita y entra en un estado de júbilo fruto de la emoción: gritos y saltos con el celular en modo cámara. En esta época un selfie vale más que mil palabras y todos quieren tener registro del momento exacto en el que Francisco pasó cerca de sus sitios con una sonrisa y una bendición.
Al llegar a la Nunciatura Apostólica, el papamóvil se detiene brevemente y el Sumo Pontífice desciende del vehículo, con ligera dificultad, y se dirige a saludar a los feligreses que se encuentran en los alrededores. No se acerca demasiado, una sonrisa y un saludo a mano alzada es suficiente para hacerse sentir. “¡Papa!”, “¡Franciscoooo!”, “¡Papa, una bendicióóón!”, grita enérgica la muchedumbre. Francisco no deja de saludar a todos por igual. El vicario de Cristo en la tierra se ha convertido en una celebridad y algo más, quizá, el amigo fiel que tanto se hizo esperar.
Al terminar con los saludos, sube los peldaños que lo llevaran a su lugar de descanso. Agradece la presencia de los fieles y les pide elevar una oración para la virgen.
“Santa María,
Madre de Dios,
ruega por nosotros,
pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Que los bendiga Dios todopoderoso y el espíritu Santo”.
Antes de despedirse de los fieles, va dibujando una sonrisa en el rostro mientras dice: “Recen por mí, no se olviden”.
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Llegada del papa Francisco a la Nunciatura en Lima