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24 septiembre, 2020

[Artículo] Gonzalo Gamio: El espíritu de la educación universitaria

“La búsqueda de conocimiento no es una carrera en la que los competidores se disputan el primer puesto, ni siquiera es un debate o un simposio, es una conversación. Y la virtud particular de la universidad (en calidad de espacio de diversos estudios) es demostrarlo en ese sentido, en el que cada estudio aparece como una voz cuyo tono no es tiránico ni retumbante, sino humilde y afable. Una conversación no necesita un director, no sigue un rumbo determinado de antemano, no nos preguntamos para qué “sirve”, y no juzgamos su excelencia teniendo en cuenta su conclusión; no tiene conclusión, sino que siempre queda para otro día. No se impone su integración, sino que surge de la calidad de las voces que tienen la palabra, y su valor está en los recuerdos que va dejando en la mente de quienes participan en ella”.

M. OAKESHOTT “El concepto de universidad”

1.- El problema universitario y la mercantilización de la educación

La reciente denegación del voto de investidura al gabinete Cateriano ha puesto a la luz pública los intereses de más de un grupo parlamentario sobre el destino de las instituciones públicas de supervisión de la calidad educativa de las universidades en el Perú. Los líderes de estas organizaciones son conocidos promotores de universidades privadas que no han obtenido el licenciamiento y no podrían seguir operando porque sus negocios educativos no cumplían con los mínimos estándares de suficiencia académica o logística. Según algunas fuentes periodísticas, estos grupos pretendían negociar su voto a cambio de la salida del ministro de Educación, quien anteriormente había dirigido la Sunedu. Ellos han propiciado la salida del Primer ministro, y van a interpelar al ministro de Educación de todas formas. Se han propuesto hacer pagar al gobierno a como dé lugar los escenarios adversos que enfrentan sus dirigentes. Se trata de un espectáculo vergonzoso –aunque acostumbrado–, que deteriora gravemente la política local. 
Esta situación constituye una buena oportunidad para discutir el rol de la universidad en la sociedad peruana, así como su propósito en un contexto democrático . Vivimos bajo una gran confusión en torno a lo que distingue a las universidades de otros centros de educación superior, qué pueden ofrecer ellas y que clase de formación podemos esperar en el campus. El permanente descuido de la educación en la agenda pública, el abandono del cultivo de las ciencias y de las artes en el Perú contribuyen con este desconocimiento. Hoy prospera por doquier la endeble retórica del “saber para el emprendimiento” y la “innovación” sin examinar ni cuestionar estas categorías; de hecho, se pretende hacer pasar este discurso como el estandarte de la nueva universidad peruana. No sorprende la dura crisis que sufre hoy la academia, así como su débil proyección hacia la esfera pública.
Una de las raíces de este problema podemos encontrarlo en el Decreto Legislativo 882, aprobado durante el régimen autoritario de Fujimori. Con él se permite la creación de universidades privadas que persiguen el lucro como meta principal. Este decreto constituye el acto fundacional de las llamadas “universidades-empresa”; desde entonces, muchos institutos superiores que ofrecían carreras más cortas a los jóvenes se metamorfosean rápidamente en universidades. Se aumenta el número de años de estudio, se convoca a algunos profesores universitarios a engrosar su plana docente, pero no se cambia sustancialmente su formato. Entran al “negocio”, pero no asimilan el espíritu de un centro académico. Conciben la universidad como un espacio de instrucción profesional para el mundo del mercado laboral, y nada más.
Los entusiastas del modelo neoliberal sostenían que esta mercantilización de la educación superior iba ineludiblemente a mejorar la universidad peruana. Nada mejor –a su juicio– que promover la competencia económica para incrementar la calidad educativa. Dentro de unos meses se cumplirán veinticinco años de la promulgación del Decreto Legislativo 882; esto nos permite pensar que ya es posible recoger algunos resultados, examinar y calcular si es que los pronósticos de los catequistas del mercado se han cumplido o no. En la actualidad, en los rankings más reconocidos de la excelencia universitaria, podemos constatar que en la lista de las quinientas mejores universidades del mundo solo encontramos una universidad peruana. Claramente, estos malos agoreros se equivocaron. Lo que sí sucedió es que un grupo reducido de empresarios se llenó los bolsillos de dinero ingresando al mercado de la educación universitaria, ofreciendo una educación superior de baja calidad; muchos de estos promotores no tenían ningún vínculo con el quehacer académico. La Sunedu se creó para evaluar el funcionamiento de estas instituciones y establecer criterios mínimos de calidad educativa. 
Atenazar la universidad bajo el esquema reductivo del mercado trae consecuencias preocupantes para el cultivo de las ciencias (tanto “puras” como “experimentales”) y el desarrollo de la investigación. Por supuesto hay universidades-empresa que funcionan mejor –por lo que han obtenido su licenciamiento–, y otras que son una estafa, dicho así, letra por letra. El problema es que la operación misma de asimilar la universidad como institución al formato estricto de la empresa privada supone degradar sus dos tareas fundamentales: construir conocimiento científico y expresión artística, así como forjar un sentido democrático de ciudadanía activa. La universidad así concebida renuncia al compromiso con estos bienes comunes cruciales. Se impone un tamiz ideológico que sacrifica los fines básicos del quehacer universitario, además de soslayar otras formas de acción y de vínculo social. La idea (o el dogma) que subyace aquí es que el mercado constituye el único escenario racional para la distribución de bienes sociales, incluidos el saber y el aprendizaje. Comprender la sociedad como un gigantesco espacio de competencia de agentes económicos –sujetos de interés privado– pone de manifiesto un modo unilateral de observar la experiencia de la vida social. Invisibiliza gravemente diversos ámbitos la vida de las instituciones que ponen énfasis en la acción compartida. La verdad y la justicia son metas comunes que se persiguen cooperativamente.

2.- La universidad y el ejercicio del pensamiento crítico

Desde sus orígenes, la universidad no ha tenido como propósito medular la instrucción profesional. Ella se traza como fin esencial la construcción del conocimiento científico y la expresión artística en las diversas configuraciones del saber y de la representación de sentidos. Las ciencias y las artes son manifestaciones del espíritu que los seres humanos creamos para comprender el mundo y actuar en él de manera razonable y sensata. La universidad es, como afirma Michael Oakeshott, el espacio de conversación de los diferentes saberes y las disciplinas artísticas . Un foro abierto al intercambio de razones y expresiones de sentido en un marco de pluralismo. Una sociedad moderna requiere de universidades dedicadas a la investigación y al debate de ideas para lograr niveles concretos de desarrollo, entendido no solamente como crecimiento económico –esto es, el incremento del PBI per capita– sino también como la posibilidad de promover la adquisición y el ejercicio de capacidades humanas sustanciales para las personas . No podemos hablar de una vida plena para los ciudadanos si estos no pueden acceder y cultivar libertades básicas. Una educación –tanto escolar como superior– basada en el cuidado del argumento, la evidencia y el sentido crítico permite la edificación de esas libertades en la mente y en el corazón de los individuos. 
Es obvio que la eficacia profesional constituye un valor fundamental en la vida de las sociedades. Contar con especialistas en gestión –conocedores de su ámbito de acción y sujetos de buenas prácticas en su desempeño laboral– constituye una garantía para la buena administración de los recursos y el cumplimiento de los objetivos de las instituciones públicas y privadas (incluidas, como es natural, las universidades). Sin embargo, esto solo es una parte de la historia: existen otros aspectos fundamentales en la formación del tipo de profesional que se necesita en una sociedad moderna. Requerimos formar ciudadanos autónomos, seres capaces de examinar su actividad u oficio, discutir su lugar en el sistema de las ciencias, así como evaluar su papel en la vida social. 
Un profesional no es solo un engranaje en el mecanismo del mercado que opera en él para propiciar su buen funcionamiento; se trata de un ser humano que medita acerca del valor de su labor en el curso de su vida y en sus relaciones interpersonales, un agente que se plantea preguntas importantes sobre el mercado como un espacio social al lado de otros, sobre su funcionamiento, si se trata de un mecanismo o no, etc. La eficacia no constituye el único valor o la virtud suprema de la existencia humana, la razón instrumental no constituye la única forma de ejercitar el lógos. Necesitamos ver más allá de los parámetros de las suposiciones habituales. A menudo nos damos cuenta que el pensamiento se ve atrapado bajo la influencia de imágenes y metáforas acerca de la manera en la que nos situamos (o debemos situarnos) en el mundo social, como en el caso de la figura del “engranaje”; con frecuencia, no nos damos cuenta de esta suerte de cautiverio simbólico. Discutir esta influencia y sujeción es una tarea crucial para la vida intelectual. Debemos interrogarnos si las universidades que sigue a pie juntillas el “modelo empresarial” promueven esa mirada crítica. 
No parece ser así. Quienes nos dedicamos a la enseñanza universitaria hemos tomado contacto con metáforas potencialmente cautivantes. Pongamos un ejemplo sencillo. En conferencias sobre pedagogía o incluso en reuniones de programación académica, con frecuencia, cuando algunas autoridades institucionales o representantes públicos del sector Educación proponen nuevas estrategias pedagógicas o toman decisiones de carácter político o administrativo, se invita al auditorio  –con la mejor intención- a “cambiar el chip” . Se trata ya de una expresión que se ha incorporado a nuestro lenguaje cotidiano. Pero se trata de una expresión cargada de sentidos que habría que analizar con cuidado. Se nos exhorta con ella a modificar nuestro punto de vista para adecuar nuestra mente a nuevas exigencias y expectativas propias del mundo de la producción. “Hay que alinearse”, se dice, para seguir la ruta del progreso institucional. 
Esta metáfora es problemática por dos razones, al menos. La primera, obviamente, es la imagen de nuestros pensamientos en términos de circuitos integrados que constituyen y permiten el funcionamiento del ordenador, a saber, nuestra mente.  Un chip es un dispositivo desechable, un ordenador también lo es, lo mismo que un engranaje. Una de las dificultades de concebir el mercado como toda la ciudad y no solo una parte de ella –para usar una potente idea del filósofo y politólogo liberal Michael Walzer – reside en que las personas, concebidas como operarios del gigantesco mecanismo del mercado, pueden convertirse en fusibles desechables y susceptibles de recambio, piezas que alimentan temporalmente la máquina productiva. Cuando el valor del trabajador depende de la mera eficacia, su condición de instrumento se convierte en insuperable.
La segunda razón está asociada a la ‘necesidad de adaptarse’ a los requerimientos del mundo de la producción. “Alinearse” es una disposición abiertamente contraria a los principios del trabajo académico. Es preciso rechazar con firmeza esta sugerencia. La vida del intelecto no supone adecuarse sin más al torrente de las creencias imperantes: ella plantea el examen crítico de las ideas y las suposiciones con las que organizamos la comprensión de la realidad y la acción.  No es el caso que este proceso correctivo se despliegue desde alguna ideología; antes bien, se trata de que el cultivo del discernimiento libere a los agentes de la sujeción de cualquier credo dogmático que socava las bases de la reflexión libre. Desde Platón, e incluso antes, el desarrollo del pensamiento constituye un proceso de interpelación y esclarecimiento de nuestras convicciones y opciones en el terreno de la creencia y la práctica. La sugerencia de abandonar la tarea de cuestionar el “sentido común” para adaptarse al mundo y sacarle provecho constituye el discutible mensaje de libros de autoayuda empresarial como ¿Quién se ha llevado mi queso?, uno de los referentes literarios de algunas nuevas universidades. Discutir las metáforas y los conceptos que guían ordinariamente nuestras acciones con el objetivo de pensar e imaginar mundos más justos y razonables constituye una actividad irrenunciable para el quehacer intelectual. Cultivar la metánoia no es lo mismo que cambiar de chip. 
La universidad es el espacio de esta clase de trabajo académico, por ello debemos preservar su condición de institución autónoma dedicada a la investigación y a la formación humana. Una cosa es que la universidad cuente con un sistema administrativo que realice una buena gestión, y otra que la universidad funcione como una empresa cuya meta “esencial” sea la rentabilidad, de modo que se comprenda a sí misma como una organización en la que los alumnos son clientes, los profesores son empleados y los “dueños” sean autoridades, como ha sucedido con las instituciones educativas creadas desde la estela del Decreto Legislativo mencionado. Se trata de universidades en las que la representación estudiantil no existe y en las que las autoridades que toman decisiones no han sido elegidas en virtud de un procedimiento democrático. Ese es el modelo imperante en la “nueva universidad” privada en el Perú. No es un espacio horizontal y plural para búsqueda del saber y la excelencia. Resulta profundamente negativa la pretensión de convertir el conocimiento y en general los bienes constitutivos del proceso educativo en “mercancías”, pues este mecanismo distorsiona gravemente la naturaleza de estos bienes.

3.- La educación superior y sus valores intrínsecos

a.- La universidad como espacio de las “grandes preguntas”

La universidad es una institución académica, cuyo propósito esencial es la construcción de conocimiento y expresión artística. Ella es asimismo la sede fundamental de la conciencia crítica de una sociedad. La lectura mercantilista, centrada exclusivamente en el cuidado de la gestión y en las “ciencias aplicadas” nos hace perder de vista dos bienes intrínsecos de la vida universitaria que sin embargo constituyen elementos básicos de las actividades propias de la educación superior. Me refiero al cuidado de las cuestiones últimas de la vida humana, así como el ejercicio de la ciudadanía activa. Habrá quien señalará que estos bienes son parte de una “formación clásica”, pero no se trata de detalles suntuarios o de refinamiento del espíritu; estamos hablando de temas vinculados al ejercicio de la libertad y a la reflexión acerca del sentido de las cosas. No vamos a dilucidar estas cuestiones siguiendo talleres de creatividad o cursos de liderazgo. Sólo mentes particularmente estrechas podrían señalar que se trata de problemas de poca relevancia para la vida de los pueblos.
Cuando hablamos del problema del sentido de las cosas nos referimos a un asunto examinado por aquellas disciplinas que se ocupan de la realidad en cuanto tal, estudiada como una totalidad que suscita preocupación, tanto intelectual como existencial. La filosofía, la literatura, la teología, la matemática, la física y la cosmología formulan esta clase de cuestiones de manera directa, desde sus cimientos teóricos. Estas “ciencias puras” investigan aquello que describimos e interpretamos como lo Real. Cómo se estructura nuestro mundo significativo y cómo habitamos en él, son cuestiones que nos llevan más allá de los dominios del valor de utilidad y de las vicisitudes del mundo del control técnico y de la producción.  
¿Qué significa que determinadas cosas – propósitos, acciones, ideas, creaciones – sean verdaderas, buenas o bellas? ¿Qué papel cumplen en la vida la verdad, la bondad, la belleza? ¿En qué sentido la referencia a ellas puede brindarle significado o plenitud a la existencia? Se trata de preguntas cruciales para nosotros y para nuestras instituciones. El hecho de que estos conceptos sean problemáticos es una buena razón para examinar su sentido en los espacios de la academia. Estas nociones nos llevan más allá del imperio de lo útil hacia el horizonte de lo que tiene importancia para nosotros y que puede darles un curso decisivo a nuestras vidas en términos de profundidad. Evocamos desde ellas ciertas coordenadas de valor que pueden ser inteligibles desde el trabajo de la argumentación y el examen de nuestros juicios acerca delo que nos mueve a actuar de cierta manera. Estas coordenadas de valor pueden orientar nuestras acciones y compromisos en virtud de razones que podemos entender y compartir con otros. El bien, por ejemplo, puede ser percibido como una “distante fuente de luz” –para usar una aguda expresión de Iris Murdoch – que  puede contribuir a esclarecer la práctica y otorgarle una dirección.
Cuando nos preguntamos por la verdad, el bien y la belleza como marcos de significado y guías potenciales para la acción nos internamos en el terreno reflexivo de los valores intrínsecos, nos movemos más allá del valor instrumental de las cosas, que mide la importancia de nuestras acciones desde el exclusivo criterio del mundo de la producción. La idea es que existen asuntos y propósitos que son buscados por sí mismos, porque ellos mismos son fuente de sabiduría y lucidez para encarar la vida. Una sociedad que soslaya la posibilidad de hacerse estas “grandes preguntas” –o que las relega al limitado campo de la ideología y de la religión positiva– renuncia a abrirse a horizontes más amplios para el conocimiento y la acción. La vida de los ciudadanos corre el peligro de perder hondura y perspectiva, de sucumbir a la tentación del dogmatismo o quizá a invisibilizar estas cuestiones importantes. Es obvio que la universidad no es el único espacio para la formulación de estas inquietudes fundamentales, pero sí constituye un lugar idóneo para plantearlas y examinarlas desde el trabajo riguroso del lógos.  
Algún apologista de la educación basada en el modelo empresarial podría argumentar que esta reflexión mía sobre la importancia de los “estudios clásicos” y las “ciencias puras” puede resultar interesante, pero está desfasada. Estos son los tiempos del protagonismo del mercado, de la innovación tecnológica, del control sobre la naturaleza y la planificación estratégica de las organizaciones. Necesitamos –sostendrá– profesionales funcionales a esas necesidades concretas y tangibles del mundo de la empresa. Por eso se celebra la especialización, el énfasis en la eficacia gerencial y esa suerte de colonización de las aulas por parte de la industria del coaching. No necesitamos ni a la filosofía ni a las humanidades, ni siquiera la física teórica. El académico que cuestiona los conceptos y suposiciones habituales no es funcional; la libertad que propone no es útil, porque se trata de una libertad trasgresora. “Libertad para ser un ineficiente y un desgraciado. Libertad para ser una clavija redonda en un agujero cuadrado", para utilizar las palabras de Aldous Huxley en Un mundo feliz .  
No me sorprendería que un conjunto de promotores de universidades nuevas pudiese pensar de esta manera, pero creo que se trata de una postura clamorosamente cuestionable.  Es obvio que necesitamos profesionales con espíritu crítico, con capacidad de pensar acerca del lugar de su disciplina u oficio en la sociedad y en el mundo de la cultura, un agente con una disposición a plantearse conflictos éticos que surgen en la vida laboral y ciudadana. Para formar esa clase de personas no basta con el saber técnico y especializado, se requiere de otro tipo de habilidades intelectuales y éticas que ofrecen otras disciplinas. Esa mentalidad centrada en lo puramente gerencial u operativo definitivamente no se corresponde con el espíritu universitario, que se propone ir más allá de las fronteras de una disciplina particular, hacia los fundamentos de los problemas que se formulan en los diferentes espacios de la vida práctica y del conocimiento. De hecho, la idea de someter el saber a su “funcionalidad” mercantil y tecnológica es potencialmente deshumanizadora, pues parece mutilar las capacidades y excelencias propias de seres humanos realmente autónomos y dignos de respeto.

b.- La construcción de ciudadanía. La universidad y la esfera pública.

La universidad es asimismo una institución en la que se piensa el país y sus problemas. Como he señalado, ella es el locus del desarrollo de la conciencia crítica de la sociedad. La desigualdad social, la discriminación, la informalidad, la inseguridad son fenómenos que son examinados y debatidos en las aulas y en los espacios de investigación que dispone. Académicos y estudiantes se reúnen para analizar los conflictos de nuestra vida social y política, con el propósito de elaborar un diagnóstico que se ajuste a la realidad, y formular propuestas desde el terreno de las ciencias. La aproximación académica a los problemas de la sociedad pretende objetividad científica –en la medida en que se ajusta a la disciplina del argumento y de la evidencia– pero no es “valorativamente neutra” en tanto que se inscribe en un trasfondo ético que concibe la sociedad en términos de un proyecto democrático, a saber, la construcción de una comunidad política constituida por ciudadanos libres e iguales.
La universidad se propone formar ciudadanos comprometidos con los principios de la libertad, la equidad y la igualdad civil, de modo que ellos puedan actuar coordinadamente para convertir nuestra sociedad en un lugar justo y razonable donde vivir. En esta línea de reflexión, ella expresa una voz autorizada para defender el Estado de derecho, la vigencia de los derechos humanos y las libertades básicas en la comunidad política. Estos valores políticos, reglas y procedimientos no provienen de las canteras de una ideología puntual; constituyen elementos de lo que la tradición institucional de las democracias liberales denomina razón pública: ellos configuran las bases de una vida social pluralista y moderna.
La universidad es un espacio para pensar la ciudadanía tanto desde la titularidad de derechos como a partir de la idea de acción política. El ciudadano es un agente capaz de intervenir directamente en los asuntos de la comunidad política, examinando y discutiendo las decisiones tomadas por los representantes elegidos, proponiendo temas para la agenda pública, o pidiendo cuentas a las autoridades en materia de su desempeño como funcionarios de Estado. Sin participación ciudadana en la res publica, todo proyecto democrático permanece inconcluso. 
Una tarea importante para el tipo de trabajo académico y cívico emprendido por la universidad consiste en aportar conocimientos e ideas para fortalecer una esfera pública informada en nuestro país. Ella misma forma parte de la sociedad civil, al lado de otras instituciones relevantes como los colegios profesionales, los sindicatos, las organizaciones no gubernamentales, las iglesias, etcétera. Una sociedad civil organizada supervisa las acciones del sistema político (el Estado y los partidos) con el fin de asegurar que estas sigan un cauce democrático y cumplan con lo estipulado en sus programas. En este sentido, la responsabilidad de la universidad frente a la vida pública es particularmente significativa. Una universidad cerrada a pensar y a observar la política ha claudicado dramáticamente en uno de sus compromisos fundamentales con la sociedad y con sus ciudadanos.
La reflexión sobre las “cuestiones últimas” y la educación de ciudadanos involucrados con el curso de la vida pública constituyen expresiones del cultivo de valores intrínsecos al quehacer universitario que son incompatibles con una visión mercantilista de la educación superior. Cuando entendemos la dinámica de la enseñanza y del aprendizaje como un negocio estos fines de la vida universitaria simplemente desaparecen de nuestro radar. Los estudiantes no son jóvenes que únicamente deben concentrar su atención en “cambiar el chip” para adecuarse acríticamente a las demandas del mercado; son asimismo sujetos de ciencia y personas que se hacen preguntas cruciales para el espíritu humano. Se trata de interrogantes que los posicionan en un mundo significativo abierto a la trascendencia. De un modo similar, ellos son también agentes políticos que se hacen cargo de la vida de sus instituciones a través de la acción común en la esfera pública.  El saber y la libertad política constituyen bienes comunes que no pueden reducirse al desarrollo y la ponderación del interés privado. Ambas actividades nos remiten a un “nosotros” que nos sitúa más allá del horizonte de la realización individual. La búsqueda del conocimiento y el ejercicio de la acción política son prácticas cooperativas cuyo cuidado enriquece sin duda a la comunidad entera.

Artículo publicado en la edición n.° 293 de la Revista Ideele

Sobre el autor:

Gonzalo Gamio Gehri 

Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.

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