Para mi gran amigo Juan José Ccoyllo (1968-2020)
1.- Ideología, estigmatización y propaganda. La teoría de conspiración como género literario.
En el ámbito del trabajo intelectual, un mal signo en el esfuerzo por comprender rigurosamente un fenómeno político consiste en construir “teorías conspirativas” haciéndolas pasar como interpretación lúcida del mismo. La idea de que los males de la sociedad (o incluso del mundo) son exclusivamente responsabilidad de algún grupo de interés – una organización política, una cultura, una “clase” social, un sector de la opinión pública, una comunidad religiosa, una “sociedad secreta”, etc. – que coordina acciones para lograr un control absoluto sobre la conducta de la gente o sobre el curso de la vida de las instituciones, constituye por lo general una lectura confusa y sensacionalista de la realidad social y política. La teoría conspirativa se ha convertido en una suerte de precario género literario, más cercano a la mala literatura de ficción que a una investigación social sólida.
Esta cuestionable actitud frente a la historia nos recuerda nítidamente a la estrategia empleada por los nazis para atribuir a una conspiración judía la ruina de Alemania. El enorme aparato propagandístico desplegado por Hitler y sus operadores propiciaron la política de genocidio perpetrado por el nazismo. El caso del Tercer Reich no constituye una circunstancia histórica aislada o única en su género. Los Estados comunistas del siglo XX no fueron ajenos a esta perspectiva delirante y terrible. Por décadas, el Estado – dirigido por un único partido, pretendido portavoz exclusivo de los objetivos revolucionarios del pueblo – ejerció un control absoluto sobre los diferentes ámbitos de la sociedad, incluyendo los sindicatos y los espacios de la vida íntima. Quien reivindicaba el derecho a discrepar respecto de las medidas oficiales o emitir juicios diferentes a la ideología del partido, era sindicado como un “enemigo de la Revolución”, cómplice del “imperialismo occidental” y proscrito como subversivo. Esta clase de estigma resultaba prácticamente suficiente para que el crítico cayera en desgracia y que perdiera la libertad y con frecuencia la vida.
En general, los regímenes totalitarios de izquierda y de derecha han basado su poder en la construcción de esta clase de relatos virulentos y seductores sobre las acciones de un “enemigo común”, un discurso que les permitió reprimir a grandes sectores de la población y a perseguir a cualquier persona que osase cuestionar algún elemento de su programa político. La apelación a teorías conspirativas constituyó una estrategia reiterada de agitación y propaganda, se convirtió en un instrumento ideológico de cierta eficacia ante un público escasamente informado o cautivo de un discurso irreflexivo y dogmático.
2.- Las cabezas de la Hidra. El mito del “neomarxismo” y la retórica conservadora.
En esta perspectiva de carácter integrista, el otro (el adversario político) siempre es rotulado como militante de una “gran conspiración” que busca derruir las estructuras existentes y socavar sus mentalidades. Es común que el miedo sea un factor importante en la elaboración de estas poco creíbles teorías. En las últimas décadas, un tópico común y recurrente entre los conservadores –fundamentalmente en Hispanoamérica-, consiste en sostener que opera en el mundo un plan urdido por el “comunismo internacional” después de la caída del bloque del Este. Una vez derrumbadas las dictaduras comunistas –según este extraño relato- los agentes del marxismo se propusieron retomar el control sobre las vidas de las personas a través de otras vías. Luego de su fracaso económico, se trazaron el plan de conquistar el mundo de la “cultura”, procurando ejercer un progresivo monopolio ideológico sobre el “lenguaje”, penetrando la comunidad académica y el discurso político “correcto”. Se trataría de capturar el poder sobre las conciencias, elaborando un nuevo “sentido común” que erosione los cimientos de la “tradición occidental y cristiana”.
Este relato busca identificar los nuevos movimientos por los derechos como parte de esta imprecisa “gran conspiración” de tonalidades apocalípticas. Así, los movimientos en favor del cuidado del ecosistema, los defensores del feminismo y de la comunidad LGBTIQ, los promotores del multiculturalismo, los derechos humanos y la democracia participativa serían nítidas manifestaciones de las acciones del comunismo internacional. Estos movimientos representarían, cada cual, una de las cabezas de la monstruosa Hidra, este supuesto plan secreto – financiado por organizaciones específicas, difundido por ONGs colectivistas – para lograr la victoria final y conseguir una hegemonía absoluta sobre el mundo civilizado. Como en el mito de la Hidra, si se cortaba una cabeza, surgía otra. Del mismo modo, cada una de estas versiones del comunismo, al derrumbarse, daría lugar a una nueva versión actualizada, pero inspirada en la misma búsqueda de poder sobre los pueblos.
Se trata de un discurso de dudosa credibilidad entre quienes cuentan con algunas lecturas básicas de filosofía, ciencias sociales e historia, y que se esfuerzan por observar los conflictos del presente sin prejuicios. No veo esa articulación que los conservadores locales denuncian con ese ánimo tan destemplado. Marx consideró siempre los asuntos culturales – que Hegel identificaba como expresión del espíritu objetivo– como meras representaciones de la superestructura ideológica, que buscan legitimar el control de ciertas clases sociales sobre los modos de producción económica. La religión, la literatura, o la política no tienen vida propia, son emanaciones etéreas de la estructura económica. Constituyen para el marxismo ortodoxo formas de falsa conciencia. Este reduccionismo económico fue duramente cuestionado por Adorno, Marcuse y Habermas, por citar sólo algunos exponentes de la Escuela de Frankfurt. Estos autores tomaron distancia respecto del marxismo ortodoxo en la academia y en el terreno político, así como se volcaron a desarrollar la teoría crítica en términos del diálogo entre Hegel, Marx y Freud (para agregar luego a Kant). Estas importantes diferencias teóricas (que produjeron controversias políticas) le resultan irrelevantes al teórico de la conspiración – que no se mueve en el terreno del argumento y de la evidencia -; para él, se trataría de escalones de un supuesto “proyecto revolucionario” del que participarían por supuesto Marx, Lenin, Stalin, pero también los teóricos críticos de Frankfurt e incluso sus adversarios intelectuales posmodernos (Lyotard) y desconstruccionistas (Derridá), entre otros pensadores. Increíblemente, incluso los discípulos actuales de Nietzsche y Heidegger son rotulados como comunistas camuflados, colaboradores de este gigantesco y brumoso plan político-cultural. Todos caen dentro de ese improvisado cajón de sastre de la estrategia del “neomarxismo” y del “marxismo cultural” presuntamente en marcha.
Pero esta misma simplificación la encontramos allí donde los censores de este supuesto plan evocan la cultura y las tradiciones que los conservadores dicen defender. Hace poco tiempo el portal conservador El montonero publicó una entrevista a un conocido abogado internacionalista y antiguo político de la década fujimorista. Señalaba el entrevistado que la forma de resistir a este programa cultural neomarxista consistía en perseverar en la “tradición occidental de la libertad”[2]; bajo estas banderas ubicaba a Platón y Aristóteles, pero también a los filósofos escolásticos, John Locke, Ludwig von Misses, entre otros muchos referentes intelectuales de diverso origen. Mezclaba así sin mayor cuidado tradiciones filosóficas heterogéneas, de controvertido ensamblaje, cuyas conexiones conceptuales tendrían que ser discutidas con rigor. Se trata de “términos paquete” (como también lo son el “neomarxismo”, o la “izquierda”), que pueden resultar útiles para desarrollar estrategias de agitación y propaganda entre periodistas y empresarios con una escasa formación académica y considerable visceralidad ideológica, pero que no pueden ser tomados en serio por personas que apuestan por construir una esfera pública razonable, abierta al trabajo intelectual y a la deliberación cívica. Los conservadores nacionales denuncian una delirante conjura, pero no ofrecen argumentos para rescatar ese supuesto “lenguaje” y trasfondo hermenéutico que les habría sido arrebatado; les basta con sumirse en la mera queja o practicar otra vez el tristemente célebre “terruqueo” contra el oponente. Lamentan con amargura haber perdido el espacio académico, pero han renunciado hace mucho a la disciplina del concepto.
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Sobre el autor:
Gonzalo Gamio Gehri
Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.