1.- Los desafíos de la vida pública y la educación ética.
Lo sucedido en las últimas semanas con las evaluaciones de los candidatos a la Junta Nacional de Justicia nos lleva a preguntarnos acerca de los estándares de conocimiento y probidad que debemos exigir en los futuros miembros de una institución crucial para el desarrollo del país. Este organismo autónomo cumple una función decisiva en una genuina democracia; elegir, ratificar y destituir a los jueces y fiscales del Perú. Por diversos motivos, ningún candidato ha logrado ganar una plaza. Necesitamos funcionarios públicos honestos, juiciosos y con una incuestionable vocación de independencia en el ejercicio de su labor. Sin embargo, resulta problemático reconocer qué condiciones deberían observarse para garantizar tales cualidades y saberes entre los candidatos.
Está claro que la formación ética no puede ser examinada a partir de la exclusiva competencia académica. Esta formación implica no sólo cultivar excelencias de razonamiento – que no se consiguen simplemente con una educación universitaria o profesional -, sino modos de desarrollar el carácter, a través de la adquisición de hábitos emocionales y actitudes que orienten la conducta de la persona a lo largo de su vida. Estas prácticas y modos de juicio constituyen lo que los antiguos griegos llamaban “virtudes”, vale decir, cualidades intelectuales y morales que aspiran a conducir la vida.
La presencia de tales excelencias y condiciones resulta importante para quienes evalúan a los aspirantes al ejercicio de la función pública; ellas sólo pueden reconocerse en el análisis de la trayectoria profesional y la hoja de vida. No puede esperarse que responder a ciertas preguntas sobre temas jurídicos cubriera cuestiones de integridad moral. No obstante, esta clase de situaciones pone en medio de la discusión la pregunta acerca de qué tipo de educación – tanto escolar como universitaria[1] – puede contribuir a la formación de ciudadanos libres, autorreflexivos y capaces de construir un sentido de justicia al interior de nuestra sociedad.
2.- Educación y ética cívica. La pedagogía deliberativa como forjadora de una cultura política democrática.
Desde hace un par de décadas, en el Perú se ha planteado la necesidad de postular una “educación en valores” como medida para mejorar nuestras prácticas cotidianas. La idea fundamental consiste en transmitir a los estudiantes principios y convicciones claras con las cuales guiar sus vidas. Se trata de “inculcar valores” que puedan orientar a los más jóvenes en tiempos de crisis e incertidumbre. En su versión más elaborada, esta perspectiva conservadora tiene su producto más relevante en la obra de William Bennett, El libro de las virtudes para los jóvenes[2]. Se trata de un conjunto de historias edificantes que pudieran inspirar a las personas, en particular a los estudiantes. El propósito es que el lector adquiera un catálogo de valores superiores que servirá de brújula moral para momentos difíciles.
El problema con este modelo educativo es su carácter autoritario y dogmático. Se busca construir una suerte de recetario moral generador de reglas para la acción abstractas e indiscutibles. Esta concepción presupone que los valores supremos están nítidamente identificados, pues habitan en alguna tradición – presuntamente presente en comunidades religiosas u organizaciones políticas – que habría que invocar sin dudas ni cuestionamientos. De este modo, una de las preguntas éticas centrales – “¿Qué ‘valores’ hay que perseguir para llevar una vida plena? – no debería ser planteada, en la medida en que ya habría sido contestada de antemano: son aquellos valores presentes en la tradición (religiosa o política). Los “educadores en valores” consideran que el problema moral es fundamentalmente una cuestión de aplicación (y no de discernimiento). Por eso suelen preparan cartillas en los que estos “valores supremos” están mencionados y descritos en “situaciones ejemplares”, pero sin aportar definición alguna ni discutir sus cimientos conceptuales. En suma, este modelo se basa en el adoctrinamiento, no en la reflexión crítica. Si consideramos que uno de los problemas fundamentales de la educación peruana es que el aula escolar sigue siendo un reducto autoritario en el que no se debate y el profesor tiene invariablemente la última palabra, entonces la educación en valores constituye un paradigma negativo para la construcción de una cultura ética democrática.
Si lo que queremos es formar ciudadanos, debemos transitar otros caminos. Los ciudadanos que requerimos en una República han de ser agentes autónomos, seres capaces de dar razón de sus elecciones en la vida pública y privada, enfrentar conflictos morales y políticos de alta intensidad en un mundo radicalmente habitado por la finitud y la incertidumbre. No vamos a construir ciudadanía a través del adoctrinamiento o la imposición externa de recetas. Necesitamos una pedagogía fundada en el desarrollo del discernimiento práctico. Necesitamos un modelo educativo en el que examinemos no solamente qué medios debemos elegir para lograr nuestros objetivos; se trata asimismo de razonar acerca de qué propósitos merecen convertirse en bienes intrínsecos, en expresiones y vehículos de plenitud existencial[3]. Necesitamos formar nuestro intelecto y nuestras actitudes para escudriñar rigurosamente nuestras valoraciones y opciones prácticas a la luz del esclarecimiento de situaciones concretas.
Cuando reflexionamos con cuidado acerca de las condiciones de nuestra experiencia moral y política, reconocemos que con frecuencia tenemos que lidiar con conflictos prácticos que no sólo enfrentan el bien contra el mal, sino también colisiones entre el bien y el bien, y aquellas circunstancias en las que tenemos que elegir entre mal y mal. Se les conoce como conflictos trágicos, situaciones en las que discernimos el bien superior entre las opciones que se nos presentan, o incluso nos vemos en la imperiosa necesidad de identificar el menor de los males en disputa, sacrificando otras posibilidades para la acción. Es cierto que hemos de afrontar esos conflictos más a menudo que lo que nos gustaría admitir. Comprender la naturaleza de tales colisiones de valores, percibir sus alcances y sus consecuencias prácticas, constatar la imposibilidad de resolverlos recurriendo a meras formulaciones abstractas, constituyen una dimensión esencial del desarrollo de la agencia (la razón práctica de la Ética de Aristóteles), concebida como la capacidad de elegir y justificar las acciones y propósitos que juzgamos correctos y que le otorgan un genuino significado a la vida, tanto en los espacios de la cotidianidad como en los escenarios de la propia esfera pública[4]. El cultivo de estas disposiciones y habilidades es tarea de una pedagogía deliberativa.
Esta clase de educación ética está centrada en el discernimiento práctico, el diálogo y el ejercicio de una actitud crítica frente a los distintos modos de pensar y de actuar. Nos enseña a discutir en público sobre asuntos comunes, y a profundizar en las razones de nuestros interlocutores, reconociendo que podría suceder que sus argumentos sean más sólidos y perspicaces que los nuestros. Debemos poner a prueba nuestras razones, defendiéndolas hasta donde sea posible, pero estando dispuestos moralmente a cambiar de perspectiva si el mejor argumento no está de nuestro lado. Esta actitud corresponde a lo que John Dewey y William James denominaban “falibilismo”, a la sazón un rasgo básico del espíritu democrático[5]. Esta forma antiautoritaria de educar nos permite tomar conciencia de que la expresión razonada del desacuerdo es tan importante para una cultura política democrática como la forja de consensos.
Artículo publicado en la revista Ideele n.° 286
[1] Por supuesto, el desarrollo de la educación escolar y la educación superior requieren un estudio diferenciado; no obstante, en la medida en que aquí examinaré los modelos de educación ética voy a detenerme en una aproximación estrictamente conceptual.
[2] Bennett, William El libro de las virtudes para los jóvenes Madrid, Ediciones B 2001.
[3] Esta es la visión del propio Aristóteles en torno a la deliberación como razonamiento práctico en la ética y en la política. Consúltese Eth. Nic. 1097b14 y ss. y 1112b y ss.
[4] Esta comprensión aristotélica y esquileana de la razón práctica no tiene absolutamente nada que ver con el temido “relativismo”. El hecho de que tenga un componente racional y otro situacional no implica sacrificar el valor de los bienes en juego y la inocultable validez de las razones que les subyacen. La meta es la acción, pero los bienes tienen pretensiones de valor universal. El examen de las circunstancias está orientado a la encarnación práctica de tales bienes intrínsecos.
[5] Cfr. Menand, Louis El club de los metafísicos Barcelona, Ariel 2016.
Sobre el autor:
Gonzalo Gamio Gehri
Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.