No hay filósofo más encantador y políticamente incorrecto que Nietzsche. Sus afilados aforismos, sus metamorfosis del ensayo y la fábula, de la poesía y el libelo revelan que detestaba los libros remolones, morosos. Ambicionó decir en diez frases lo que todos los demás decían en un libro, sus ideas fueron dardos que truenan y diseminan lectores que le agradecemos haber dicho que la sinceridad es crueldad sublimada. Acunado en una familia religiosa, su padre fue predicador protestante y a los seis cultivó en la escuela la fama de bicho raro y, en la universidad, una borrachera lo enemistó para siempre de la cerveza y abandonó los estudios de teología después de visitar en 1865 un burdel.
Fue filólogo clásico y leer a Schopenhauer lo llevó a tramar un antídoto contra la artificialidad de la vida universitaria y ampliar la estrechez de miras: incorporarse en 1867 al servicio militar y ser artillero y jinete, y en la guerra entre Prusia y Francia fue enfermero recogiendo heridos y muertos prusianos. Nietzsche allí enfermó de difteria y disentería, y conoció el fondo cruel y horripilante de la vida, la irrupción de las fuerzas trágicas.
Encontró placer, después, en sus largas caminatas de seis u ocho horas al día, sin compañía, en que trepaba cuestas empinadas y, en esos ventisqueros y gargantas de montes de Génova, Turín y Sils-María, donde el viento arrecia, se detenía, abría su pequeño atado de frutas, y caligrafiaba en su libretita las incisivas sentencias en que abjuraba de la filantropía, de la conciencia y de Dios. Una gran convicción, además, creció en él sobre los alimentos y sus efectos morales. Los individuos somos lo que comemos y gran parte de la salvación de la humanidad depende no de los teólogos y rezos sino de seleccionar la comida, no de la ética sino de la dietética, no de las enfurruñadas culpas del espíritu sino de las puntuales y dichosas evacuaciones del estómago. «Todos los que callan son dispépticos», dijo, y, por su talante aristócrata, elegía las frutas y los vegetales que comía, pues, mientras el omnívoro vulgar y goloso degenera, Nietzsche evitaba con la nariz las criminales mezclas de grasas y harinas, almidones y féculas rociadas de alcohol, responsables, junto al cristianismo, de las formas narcóticas de pensar y sentir de occidente.
Amante de la polémica y de la ironía, sus peripecias intelectuales pueden rastrearse, siguiendo a Toni Llácer, bajo tres de máscaras: la de Dioniso, Zaratustra y el Anticristo.
Con el dios del vino, el dios amante de las contradicciones, Nietzsche se opuso a las razones y sistemas perfectos de los filósofos. Era un gravísimo error, aseguró, conocer a los griegos según la ingenuidad de Sócrates, había que ir a Homero, Esquilo y Sófocles, a sofistas y cínicos. Pensar, para Nietzsche, fue una actividad pugilística y agarró a golpes a Sócrates por sepultar al hombre trágico sustituyéndolo por el hombre teórico, escupió sobre los aburridísimos diálogos de Platón que nos desconcentraron de las aventuras de Ulises. Por las venas de los filósofos fluía sangre de teólogo, capaces de suscribir: «Una vida sin análisis no merece ser vivida»; Sileno -el maestro de Dioniso- bebía a la intemperie y riendo decía que no somos nada. Para Nietzsche quien juzga la vida de buena o mala está revelándonos sus síntomas, sus ingenuidades.
Con la máscara de Zaratustra combatió las inocentadas de los filósofos modernos al creer que la razón liberaría de los males y evitaría las monstruosidades. Contra el pacifismo de Kant, sabía que la guerra forja y templa el carácter, y, dijo, la aclamada solidaridad de los comunistas sólo eran zumbidos de moscas. La gran pregunta que Zaratustra sembró fue si somos parte de las fuerzas que afirman la vida o somos engolosinadas víctimas. Zaratustra trajo la buena nueva de que no hay vida después de la muerte y que la conciencia está sometida a los instintos
Y con la máscara del Anticristo, del cazador de ratas, embistió a las ovejas y sus balidos, a la moral del rebaño rencoroso, de los impotentes. «Sufro; alguien debe de tener la culpa». ¿Cómo se vengan los envidiosos? Con el truco de victimizarse, logrando que los antigregarios se avergüencen de quienes son. Pero el Anticristo es más filudo al combatir los valores del apóstol que odia sus aspectos animales, del asceta al que le repugnan los sentidos y los placeres, del narciso que renuncia dizque por honor a lo pegajoso de los cuerpos, del tipo que dice «no» y se abstiene del sexo. Y a Nietzsche le espantaba ver que por milenios una humanidad masoquista carga con esos fardos de mentiras contra el sexo, la naturaleza y un vital egoísmo. Los ascetas, regodeados de infectar, mienten sobre un más allá, y encima las ovejas se prosterna ante ellos.
Por siete años pasó los veranos en una rústica pensión del valle de Sils-María y su habitación austera –por la que pagaba un franco al día- poseía una jofaina de agua, una cama estrecha y una mesa con danzarinas torres de libros. Excelente para un ermitaño. Madrugaba, atusaba sus mostachos y, después de sus caminatas, en su escritorio, usó el martillo y la dinamita al escribir Más allá del bien y del mal.
Artículo publicado en la Revista Ideele N°296. Febrero 2021
Sobre el autor:
Héctor Ponce
Historiador de ideas. Docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (UARM).