Myanmar vuelve a sufrir la violenta impronta de unos militares que no sueltan el poder.
El lunes 1 de febrero se produjo un golpe de Estado (de los de antaño, con tanques y soldados) en Myanmar y el mundo apenas estornudó. La Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, líder de la Liga Nacional por la Democracia (LND), fue detenida por los militares que —al estilo de los asaltantes del Capitolio— denunciaron fraude en las elecciones que ganó este movimiento.
Han dicho que se van a quedar un año y llamar a elecciones, pero eso suena más falso que Donald Trump aceptando su derrota. Las Fuerzas Armadas hace décadas dominan este país y, si bien en el 2010 aflojaron su control (dejando libre a la nobel) y en el 2015 dieron luz verde a unos comicios más o menos libres, han establecido candados estratégicos para retener el control.
Uno de ellos es que el 25% de los congresistas tienen que pertenecer a sus filas. Otro, que el presidente no puede estar casado con alguien que no sea de su país, norma teledirigida contra Suu Kyi, pues estuvo casada con el británico Michael Aris. La ruta para sostener el golpe en el tiempo se parece a la de Augusto Pinochet, quien dejó de herencia 10 senadores ‘designados’.
Pero Myanmar no es Chile, ni en dicho continente hay algo que se parezca a la OEA para que, por lo menos, pueda proponer una transición pacífica o una salida intermedia. La situación se complica al constatar que China, el gigante asiático, fiel a su habitual política exterior, mantuvo relaciones fluidas con los generales cuando estuvieron en el poder y con la LND cuando gobernaron.
No hay forma, por eso, de que la potencia regional proteste, como sí lo haría Estados Unidos en la región si se produjera un episodio de ese tipo (aunque podemos suponer que si, en tiempos de Trump, el escenario era Venezuela, hubiera sido celebrado). Las protestas de la Unión Europea, de la Casa Blanca de Biden y de países vecinos a Myanmar difícilmente detendrán la asonada.
Bangladesh, país fronterizo con Myanmar, está particularmente inquieto. Es de mayoría musulmana y allí han huido por miles los Rohinyá, una etnia que también profesa el islam y que fue masacrada en los últimos años, tanto en el tiempo de los militares como en el Gobierno de la LND. Más aún, Suu Kyi ha sido severamente criticada por no parar la masacre.
Su imagen de luchadora por la democracia y por los derechos humanos se ha resquebrajado, al punto que Amnistía Internacional le quitó la distinción de Embajadora de Conciencia, que le había otorgado en el 2009. La triste verdad es que no hizo lo que debió hacer porque una buena parte de la población budista del país (que es mayoría) aprobaba la expulsión de los Rohinyá.
El Dalai Lama se opuso a esas acciones tan descaminadas y contrarias a la filosofía de Sidartha Gautama, pero ni él pudo detener la bárbara ‘limpieza étnica’. Suu Kyi lo permitió y los militares participaron de ella. Unos 20.000 miembros de esta etnia de fe musulmana habrían muerto y otros miles fueron expulsados en los últimos años con una violencia de la peor especie.
¿Qué va a pasar ahora? Es poco probable que los militares retrocedan. El general Min Aung Hlain, acusado incluso de masacres, está al mando y difícilmente va a permitir que llegue al poder un grupo que recorte la influencia militar, como hacía la LND. La única esperanza es que la sociedad civil cobre fuerza y voltee esta indignante asonada.
Quizás este es uno de esos casos donde, aprovechando el literal susto global, se procede a hacer algo que en tiempos normales sería más difícil de montar. Pero también es uno de esos casos donde gran parte de la sociedad planetaria, ya no sólo los gobiernos, es escasamente sensible a un drama como este sencillamente porque no ocurre en ‘las grandes capitales del mundo’.
Artículo publicado en La República el 5/02/2021
Sobre el autor:
Ramiro Escobar
Docente de Relaciones Internacionales de la carrera de Ciencia Política (CIPO) de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya