Todas las campañas presidenciales son tumultuosas, tensas, en todos los países. Si bien hay dramas electorales, mayores o menores, no hay oasis de completa calma cuando se elige a la persona que encarnará el poder de un pueblo, que lo representará en cuerpo y alma si se quiere.
Lo que se ve ahora en Estados Unidos, sin embargo, es bastante más que una disputa electoral. Parece estar en juego no solo el cambio de mando sino, además, su cohesión interna, su imagen pública global, la capacidad de enfrentar a un virus, la estabilidad social, no solo política.
Donald Trump y Joe Biden están en el ojo de una tormenta impredecible, que lleva en sus entrañas la herida racial abierta, un viejo problema que ha vuelto con fuerza. Apenas el domingo pasado, hubo enfrentamientos en Kenosha (Wisconsin) con muertos y heridos.
Trump no le ha renovado la licencia para que siga operando, como si eso simbolizara la libertad de América Latina. A la que, además, le ha puesto adelante a Mauricio Claver Carone, un allegado suyo para que postule a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
No significamos mucho más para él, todo indica. O sí, porque la migración ha sido una marca de fábrica desde que llegó a la presidencia. En una de las noches de la Convención Republicana, presentó a algunos inmigrantes, como si eso borrara las peroratas que lanzó contra ‘los otros’.
Joe Biden no es el candidato ideal, como no lo era Hillary Clinton, y trae consigo un conglomerado que incluye derechas, centros e izquierdas que lo miden al milímetro. Baila por eso el centro y da señales generosas a los excluidos, pero sin prometer revoluciones.
Pero está procurando poner a todos bajo su sombrilla y persuadir a los ciudadanos indecisos de algo fundamental: que el actual ocupante de la Casa Blanca no debe estar allí, que no es el hombre que llama a la calma social, el líder contra la pandemia, ni menos el referente moral.
La sensación de desencanto, o incluso de desesperación, cunde en no pocos norteamericanos que hoy deben estar preguntándose cómo era eso de que “América iba a ser grande otra vez”, si al final un microscópico virus la ha zarandeado de manera asombrosa y literalmente mortal.
Cómo era aquello de ser un faro señero para la democracia si el presidente no solo duda de los resultados e insinúa que podría postergar las elecciones. Hay quienes, más trumpianos que el propio Trump, le creen al gobernante, pero la pregunta es si eso no es un boomerang.
El partido se definirá en los estados pendulares, es decir en aquellos que no son ni demócratas ni republicanos claramente, como Wisconsin. Biden va con viada, aunque Trump apunta a ganar votos y conciencias en tales estados dudosos y también en las comunidades negra y latina.
A la vez, pone la carta de la seguridad pública sobre la mesa, o la amenaza socialista como una realidad demoledora, algo que no se lo creería ni George W. Bush. Con este menú precaída del Muro de Berlín, pretende pasar la valla, volver a ganar y levantar su aura de ‘triunfador’.
Faltan nueve semanas para el desenlace y EE.UU. no dormirá tranquilo. El contagio de episodios turbulentos se está disparando. Se entiende que hay muchas formas de entender la política. Lo que no entiende ni el virus es por qué algo tan importante tiene que depender de un provocador.
Artículo publicado en La República el 2/09/2020
Sobre el autor:
Ramiro Escobar
Docente de Relaciones Internacionales de la carrera de Ciencia Política (CIPO) de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya