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17 febrero, 2021

[Artículo] Ramiro Escobar: Vivir la incertidumbre

Estamos poco habituados al mundo sin certezas y la pandemia nos ha arrojado a un túnel impredecible. Por esto mismo, es necesario aprender a convivir con lo inesperado

Algunas vacunas contra el nuevo coronavirus no son suficientemente eficaces, o se descubre que otras no sirven para ciertas edades. O de pronto, el virus muta y aparece una nueva cepa. Y otra, y otra. De modo que vamos a necesitar una vacuna universal. Se pronostica entonces que volveremos a la “normalidad” en unos siete años. O que, tras esta crisis, entraremos a un período similar a “los locos años 20”, que justamente vinieron luego de la pandemia de 1918.

Listo; respiremos, asumámoslo. Este es el mundo del presente, no el del futuro. ¿Pero qué difícil, no? Cuando estalló la pandemia de la covid-19 no estábamos en una fiesta, en un tiempo feliz, pero al menos vivíamos, algo febrilmente, la era digital. Las mega-crisis financieras no estaban tan a la vista, de modo que se podía aún pensar en que la economía crecería, que el progreso continuaría y hasta que la inequidad, ese fantasma milenario, podría irse reduciendo.

Pero el sismo económico, político, cultural y social que vivimos es de tal intensidad que tendrá réplicas y dejará escombros e incluso traumas psicológicos, como ya se percibe con la aparición de depresiones de corte pandémico. No será posible volver a lo de antes, y tampoco es deseable porque, como ha comentado o sugerido más de un colega, lo de antes no era bonito, y es más: en buena medida ha causado lo que estamos viviendo, al convertir en planeta en un basurero.

¿Podíamos imaginar que las distintas olas arrasarían a varios países, incluso a los más preparados para la marea vírica? Portugal hoy sufre un drama que lo llevó al punto de recibir ayuda internacional, y en varios países de América Latina, como el Perú, conseguir una cama en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) es un milagro del cielo contaminado, porque sus sistemas de salud pública eran tan precarios que no aguantaban ni un tumbo.

La incertidumbre es una condición inevitable de la existencia humana. No hay nada en la vida de cada uno de nosotros que sea totalmente previsible. Nos levantamos e imaginamos que el día será de un modo y casi nunca es así, en estos tiempos incluso porque podemos recibir la triste noticia de que alguien sucumbió ante el virus. En el plano social, estábamos imaginando “la utopía digital” y de pronto llegó, pero cargada de angustia y como un recurso providencial.

Tendríamos que acostumbrarnos más a lo incierto, a lo contingente, a ese estado tan natural de la experiencia de cualquier ser vivo o del animal humano. Ya el derrumbe de mitos como el de El fin de la historia, de Francis Fukuyama, debería habernos convencido de que nada está cantado en el curso de nuestro devenir. Y menos aún los planes de los Gobiernos, que con frecuencia suelen actuar como si el fin de la pobreza, ¡o hasta el de la pandemia!, tuviera fecha.

¿Alguien pensaba hace unos meses que a la poderosa Alemania le iba a ir mal, tras haber controlado el contagio por unos meses? ¿Alguien imaginó, al comienzo de esta década, que Estados Unidos tendría medio millón de muertos por una enfermedad? El exceso de confianza, alzar la figura del emprendedor de un modo casi infantil, o la fe ciega en que los humanos siempre encontramos una solución luego de meter la pata no ha servido mucho esta vez.

Se avistan más posibilidades de luchar contra la pandemia, pero nadie puede saber cuándo realmente terminará. Nuestra habitual incertidumbre ahora es más aguda, porque hasta es posible que luego aparezca otro virus, y estalle otra pandemia, o que el cambio climático ―del cual ya tenemos varias advertencias― nos sumerja en una crisis mucho mayor, como ha sostenido el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, y como claman los científicos.

Asumir la incertidumbre no es errático, es inteligente. Es convencerse de que no somos máquinas, sino humanos, como diría Chaplin en el mensaje final de El Gran Dictador. Tampoco significa dejar de planificar y no aspirar a un mundo menos atormentado. Todo lo contrario: más bien quien hace planes sabiendo que hay contingencias consigue mejores logros. Porque parte de la realidad, o de esperanzas que tienen bases reales y no de ilusiones incumplibles.

En uno de sus cuentos, Gabriel García Márquez, describe a uno de sus personajes diciendo: “tenía esa suave eficacia de los que aceptan la realidad”. En estos momentos, la realidad es desoladora en varios países, quizás porque estamos acostumbrados a creer que todo nos sale, a que el progreso es lineal, a pesar de que eso, precisamente, es lo que ahora está trayendo brutales consecuencias. No vamos a salir de esto por pura voluntad, sino aceptando lo que pasa.

Nos hace falta mucha humildad para vivir la incertidumbre. También mucha inteligencia y sensibilidad para entender, por ejemplo, cómo la destrucción a mansalva de los ecosistemas nos pone al borde de otra pandemia. Los virus nos seguirán buscando si seguimos en eso. En vez de creer, todavía, que podemos “dominar a la naturaleza” deberíamos comprender que ella tiene su propia dinámica, y que nosotros nunca vamos a poder repararla como si fuera un reloj.

No es momento de treparnos a otra ilusión. Más bien es tiempo de sentir que, por siglos, hemos estado actuando como si el tiempo, el espacio o el planeta nos pertenecieran. Sentir que no podemos ni siquiera con un virus es algo que probablemente nos dé un respiro pandémico. La incertidumbre ha aumentado, pero eso no es una desgracia. Puede ser una ruta para que no nos sumerjamos otra vez en una marea de delirios que salgan caros.

 

Artículo publicado en El País 16/02/2021

Sobre el autor:

Ramiro Escobar

Docente de Relaciones Internacionales de la carrera de Ciencia Política (CIPO) de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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