En la dimensión educativa, tanto en el ejercicio como en la disciplina académica, se ubica el elemento determinante del presente y del futuro de un país, porque se trata del elemento central que articula a una sociedad. Estas reflexiones se elaboran a la luz de la actual de crisis y pretenden motivar la reflexión en un sentido amplio y propositivo.
El ejercicio de la educación siempre se ha encontrado en “tiempos difíciles”. Sobre todo, cuando surge de una conciencia crítica que examina la práctica educativa. En términos históricos, podemos identificar un primer despertar crítico con el “giro hacia al humanismo”, el que aconteció en Atenas, durante el siglo V AC, cuando Platón, influido por su maestro Sócrates, reconoció el radical valor de la educación, al hermanar el cultivo del conocimiento verdadero con la necesidad cívica del bien común, es decir, vinculando la episteme con la ética política. Por ello, desde el momento en el que se incide en la problematización teórica y moral sobre la educación, vamos encontrarnos en “tiempos difíciles”.
¿Por qué sucede esto? Porque al plantearnos un ideal, es decir, un deber ser, inmediatamente surgen las obvias comparaciones con lo real, con lo concreto, con la praxis. Afortunadamente esto ha ocurrido. Porque al descubrir que existen determinados ideales regulativos o modelos ideales en el ámbito educativo, podemos avanzar, adaptarnos, evolucionar y, a la larga, crecer. La realidad educativa, como elemento integrante del conjunto social, se encuentra en constante cambio. Esta situación nos obliga a teorizar y a problematizar sobre ella. Pues, sin es problematización, la educación, como disciplina, sería una actividad académica muerta.
La actitud problematizadora, propia de todas las disciplinas científicas y de cualquier pensar crítico, descubre que las sociedades humanas son entidades altamente complejas, en las que interactúan un conjunto de elementos que la transforman en realidades poliédricas, que sólo pueden ser comprendida si la mirada de estudio es igualmente poliédrica, es decir, compleja. De ahí que sea necesario acercarse a los procesos del mundo social desde una perspectiva multidisciplinaria. Pero, al mismo tiempo, crítica. Es decir, que sea capaz de situarnos constantemente en esos dos planos: en el plano de la expectativa regulativa y en el plano fáctico de los hechos. Además, debemos situarnos en el plano de la indeterminación, porque la sociedad y sus instituciones están abiertas a la incertidumbre. Y, obviamente, mientras mayor es nuestra capacidad de teorización y problematización, mayor será nuestra posibilidad de adaptación evolutiva a los entornos abiertos.
Ello nos lleva a concluir que la educación, como proceso integral del mundo social, es una entidad compleja, que precisa ser tratada como tal, evitando cualquier reduccionismo técnico. Pues, es imposible que la formación ética, política, teórica y productiva de las personas, pueda ser reducida a una visión técnica y operativa. Si así se hiciera, es decir, reducir la diversidad de planos formativos de la educación a una dimensión técnica y operativa, perderemos de vista la profundidad de lo que se juega en la educación: la conformación integral y estructural de un ser humano.
Por todas estas consideraciones, es un imperativo epistemológico de la ciencia educativa proveerse del marco teórico más amplio y enriquecedor posible, probablemente más amplio y variado que el de las demás ciencias humanas. Por una obvia razón: su objeto de estudio y su sujeto de aplicación, es el ser humano en formación. Este marco teórico es necesariamente interdisciplinario.
Es evidente que, para entender la complejidad del mundo educativo, es fundamental la presencia de la filosofía, tanto en las subdisciplinas ética como epistemológica. La primera, nos permite problematizar sobre la relación entre el ser y el deber ser de la educación. La segunda, nos permite tener contacto con las teorías del conocimiento que sustentan a la ciencia educativa. Asimismo, para comprender la historicidad que subyace a la praxis educativa, es importante tener un saber exhaustivo de la historia de la educación, adecuadamente contextualizada en la historia política y cultural, tanto a nivel de occidente, global y de nuestro país. Pues, en esa evolución institucional y fáctica, podemos identificar los procesos, las continuidades y las rupturas de la práctica educativa. También, es significativo tener un acercamiento desde las ciencias sociales, incluida la economía, para comprender el medio humano en donde se ejercen los hechos educativos. Claramente, son importantes los acercamiento psicológicos y biológicos. Pero no deberían sustituir las perspectivas filosóficas, históricas y científicos sociales pues, de hacerlo, limitan peligrosamente la visión integral que se necesita para entender el fenómeno de la educación.
Todas estas perspectivas, en su conjunto, nos permiten tener una visión comprensiva y contextualizada de los procesos educativos. Interiorizando una visión contextualizada y comprensiva de las realidades educativas, descubrimos, por ejemplo, que determinados enfoques – surgidos en otros contextos- no necesariamente van a tener los mismos resultados de ser aplicados en nuestro medio. Asimismo, gracias a una visión comprensiva, podemos determinar qué aspectos deben ser potenciados si se presentan inconsistencias de los modelos aplicados. En suma, nos permiten evaluar objetivamente si nuestra praxis tiene los resultados formativos esperados.
Una cuestión fundamental para este conocimiento objetivo de la educación, tiene que ver con la capacidad autocritica del sujeto que analiza y opera en el mundo de los hechos educativos. Esta capacidad para la examinación personal, le permite, entre otras cosas, moderar sus propias perspectivas ideológicas, políticas y culturales, reconociendo que dicha adscripción puede distorsionar las situaciones que estudia o que desea modificar. Por ello, es fundamental aprender a limitar las orientaciones ideológicas, a favor de una visión plural.
En una situación de emergencia social sanitaria, como en la que nos encontramos, se hace más evidente la necesidad de una perspectiva genuinamente interdisciplinaria. Pues, la Covid- 19 y sus efectos sociales y culturales, ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de nuestro sistema social y la fragilidad de nuestro sistema de conocimiento. En el caso del sistema del saber, que es el que nos atañe en el ámbito educativo y académico, se hace evidente que no somos una “sociedad de conocimiento” sistémico. Carecemos de una respuesta teórica articulada para enfrentar situaciones de alta complejidad como la estamos viviendo. Al haber preferido visiones operativas, que rompen las relaciones entre ciencia y técnica, se observa que las soluciones a la variedad de problemas que se nos presentan, suelen ser fragmentarias. En esta situación hay una enorme responsabilidad de la educación como política pública. Pues el énfasis en lo procedimental- operativo, fue reduciendo nuestras capacidades de formarnos en el pensamiento complejo, poco dispuesto a la problematización teórica y a la generación de hipótesis de carácter imaginativo.
Un problema complejo sólo puede ser resuelto desde una perspectiva compleja, es decir, una perspectiva que considere la interdisciplinariedad no cómo un enunciado declarativo, sino como una firme disposición a ver el problema desde diversos ángulos interrelacionados. De ahí el valor de la reflexión teórica, crítica y especulativa. De ahí la importancia de formar personas competentes para la problematización rigurosa y critica.
Hay algo peor que un problema de altísima complejidad: no saber qué hacer frente a este tipo de dificultades extremadamente complicadas. Y la reciente situación de emergencia ha evidenciado la enorme incapacidad para enfrentar estos niveles de dificultad. Así como se está evaluando la pertinencia de los modelos económicos aplicados en el Perú en las últimas tres décadas, donde se privilegió el equilibrio fiscal sobre la inversión social. De pronto, sería de gran ayuda evaluar, examinar, la pertinencia de los modelos y enfoques educativos que se fueron aplicando en nuestro medio. Es evidente que el currículo educativo nacional y las teorías pedagógicas que lo respalda, y que fueron establecidos desde los años noventas del siglo pasado, no ha dado los resultados esperados. Si así fuera, estaríamos una situación diferente. No está demás recordar que los logros de cualquier modelo de repercusión social se miden por sus efectos y no por sus intenciones. Y le haríamos un gran bien al país si abrimos el debate sobre la pertinencia de los modelos educativos, implantados, sobre todo, en las últimas tres décadas. Estamos seguros que, muchos de los dogmas incontrovertidos del ámbito pedagógico, han estado alineados en torno a los dogmas económicos que han imperado desde hace treinta años. En ese sentido, sin caer en el espejismo de la “tabula rasa”, será necesario reconocer objetivamente este proceso paralelo.
Convencidos que el ejercicio crítico es fundamental para reconocer errores, debemos retomar este sano ejercicio universitario y académico para mejorar, en términos objetivos, la calidad educativa de nuestro país. Pues se trata de ponderar la magnitud de lo que se juega en la educación. El conocimiento es el mayor bien que una persona y una sociedad pueden poseer. Al nivel del sujeto, le confiere autonomía individual y crecimiento. Y, al nivel colectivo, otorga independencia y grandes posibilidades de desarrollo y de bienestar general. Veamos la crisis actual, como una gran oportunidad para repensar la educación de nuestro país.
Artículo publicado en la Revista Ideele
Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM