‘Humanismo’ es una de esas palabras que se usan de manera muy frecuente. Tanto, que a veces se pierde de perspectiva los múltiples usos que posee como vocablo. Se le utiliza como categoría moral, cuando se afirma la preminencia del ser humano sobre cualquier otra consideración, sea económica, política o religiosa. Pero también es esgrimida como categoría histórico cultural, refiriéndose a momentos específicos de la historia de occidente, como el humanismo ateniense del siglo V AC o el humanismo renacentista de los siglos XV y XVI.
En clave temporal, se pueden establecer una serie de hitos asociados al humanismo. Así, podemos ubicar un primer humanismo en Atenas, donde las prácticas políticas participativas propiciaron la primera gran explosión cultural antropocéntrica de occidente. Y en el renacimiento, un segundo humanismo, que se evidenció con el paso del teocentrismo medieval al primer antropocentrismo moderno. Es evidente que los contextos de ambos humanismos fueron diferentes. Si el humanismo ateniense se gestó en el devenir de las pólis y en sus instituciones, el humanismo renacentista emergió de las universidades medievales, desde la evolución de las artes liberales, la que propició el despertar de las humanidades.
Este humanismo renacentista se vinculó con algunos de los valores cristianos heredados del teísmo medieval y se enriqueció en los encuentros con oriente y América. Lo que propició las primeras formulaciones de la “idea de humanidad”, bajo una perspectiva religiosa. Posteriormente, la mentalidad humanista renacentista, claramente cristiana, acusó recibo de los descubrimientos de la revolución científica de los siglos XVI y XVII, que incidieron en el cambio de cosmovisión, alterándose el lugar del ser humano en el universo. Si el humanismo cristiano colocaba a nuestra especie como centro de la creación, el naciente humanismo secular, ubicaba al ser humano como eje de la naturaleza y de sociedad, pero al interior de un cosmos infinito. Este tercer humanismo, el humanismo secular, tendría su mayor esplendor en el Siglo de las Luces en adelante.
El tercer humanismo – el humanismo secular moderno – tenderá a establecer la universalidad de la condición humana bajo ciertos criterios ético-políticos, legitimados en las diversas declaraciones de los derechos ciudadanos y, finalmente, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, se situará frente a un contexto extremadamente complejo, debido al intenso proceso de modernización, conducido por la economía capitalista y el liberalismo político durante los últimos dos siglos. La funcionalidad administrativa de una sociedad que requiere elevados estándares de instrumentalización económica, irá ocultando el ethos humanista, bajo la lógica de la despersonalización de los procesos para maximizar beneficios materiales. Así, este humanismo, se irá diluyendo al interior de una inmensa jaula de hierro impersonal (recordando la célebre expresión de Max Weber). Hay que anota que esta situación ocurría, fundamentalmente, en occidente y en algunos territorios bajo su influencia.
El proceso de descolonización que se dio tras la Segunda Guerra Mundial y el auge de nuevos centros de poder después del desenlace de la Guerra Fría, ha manifestado un mundo extremadamente heterogéneo en términos culturales y subculturales, haciendo problemática la validez del tercer humanismo. Asimismo, la explosión demográfica de los últimos cien años y las consecuencias de las oleadas de innovación tecnológica e industrial, han ejercido una enorme presión sobre la naturaleza, observándose, en diversas escalas, las consecuencias de la huella humana sobre la tierra.
Esta situación nos revela la necesidad de un nuevo humanismo, producto de las actuales circunstancias. Este humanismo, no desconoce el legado de los tres humanismos anteriores. Pero nos obliga a repensar al ser humano en la heterogeneidad de sus historias, en la pluralidad de sus formas de gobierno y la diversidad de sus manifestaciones ideológicas y religiosas. Y, desde esa reflexión, dotar al télos intercultural un marco ético político transversal. Pues, sin ese marco, podemos ahogarnos en el relativismo disolvente o en las cancelaciones de distinta motivación.
Para la elaboración del cuarto humanismo, son fundamentales, como siempre, las humanidades (filosofía, historia, literatura, arte, etc.), en la medida que nos permiten comprender contextualmente al ser humano en su complejidad crítica. Entre otros ámbitos, es en el espacio académico donde debemos rescatar y poner de relieve el cultivo insoslayable de las humanidades, para reconocer lo humano en la diversidad y para formar ciudadanos responsables.
El cultivo de las humanidades contribuye decisivamente a la formación de la persona en tanto agente deliberativo y ciudadano. Los agentes se proponen desarrollar la capacidad de deliberar en torno a los conflictos que les toca encarar en los distintos escenarios de la vida pública y privada; ellos deben ponderar los bienes (y males) que tienen lugar en una situación compleja y elegir un curso de acción en lugar de otro. Esta capacidad es conocida desde Aristóteles como ‘razón práctica’ (noús praktikós).
El ejercicio de la razón práctica requiere tanto de la disposición a examinar principios generales –los bienes que aspiramos lograr en la vida- como la capacidad de percibir y retratar lúcidamente los matices de una situación específica. “Saber actuar” implica entender lo que está en juego en cada circunstancia, con quiénes tenemos que tratar, la identificación del tiempo oportuno (kairós), la evaluación de las consecuencias posibles de mis decisiones, así como su impacto en la vida de otras personas. En suma, el agente busca esclarecer la conexión entre las reglas y los contextos de la práxis.
El tipo de reflexión que aportan las humanidades contribuye al desarrollo tanto del razonamiento como de la representación fidedigna de los escenarios vitales. Asimismo, contribuyen al cuidado de la sensibilidad y la empatía. La filosofía educa a las personas en el examen crítico de las ideas y de los grandes sistemas normativos; la literatura y la historia acercan a los lectores a las vidas de personajes –reales o ficticios- a través de la exploración de sus acciones y vínculos, así como a través del análisis de sus visiones del mundo y sus reacciones emocionales. Este tipo de aproximación hace posible que los agentes consigan reconstruir las situaciones dilemáticas que afrontan y formular juicios rigurosos acerca de sus acciones. Este tipo de actividades intelectuales e imaginativas sienta las bases del discernimiento ético y político.
La educación humanística convierte a los ciudadanos en agentes deliberativos competentes, seres capaces de juicio y de virtud. Estas capacidades resultan cruciales en una sociedad cuya escena política está marcada por la pobreza de ideas y la precariedad de la acción pública. Contamos con una arena política en la cual un candidato a la Presidencia de la República dice ser un creyente devoto de misa diaria, pero no está dispuesto a suscribir un pacto ético en plena campaña electoral. Otro candidato promete eliminar de las carreras profesionales disponibles en la universidad pública “que no tengan demanda laboral”. Se trata de una “clase política” a la que parecen resultar extraños viejos y entrañables valores humanos como la búsqueda de saber y la aspiración a la coherencia actitudinal.
Por desgracia, tanto la escuela como la universidad peruana –salvo heroicas excepciones- tienden a darle la espalda al estudio de las humanidades. La educación básica ha reducido las horas de los cursos de letras y de ciencias sociales, en favor de las mal llamadas “ciencias exactas”, diluyendo su presencia en la formación de los niños y adolescentes. En cuanto a la educación universitaria, la estrategia dominante ha consistido en la desaparición de los programas de humanidades y la reducción de los cursos de letras, privilegiando la instrucción técnica en las disciplinas “productivas”. La idea misma de la universidad como escenario para el cultivo de las diversas áreas del saber y la investigación –la universitas- simplemente se ha desdibujado en la más grosera mercantilización de la educación. La meditación sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello –que no genera grandes utilidades monetarias pero que nos hace más humanos- simplemente brilla por su ausencia.
El cultivo de la filosofía y las humanidades contribuye a formar ciudadanos juiciosos y sensitivos, así como produce académicos orientados a la persecución de la verdad. Necesitamos esa clase de educación clásica, centrada en el saber y en la virtud, en el cuidado del rigor del concepto y en la riqueza de la expresión. No conocemos mejor antídoto contra el dogmatismo y la estrechez de miras que el tipo de reflexión racional que estas disciplinas aporta a nuestras vidas. La salud de nuestra democracia requiere de ciudadanos y profesionales capaces de pensar con claridad y de conmoverse frente al dolor y la injusticia; en este sentido, la formación humanística es una gran aliada de un régimen realmente libre. No obstante, la mayoría de los políticos y los tecnócratas de nuestro país considera que estos estudios son superfluos o están desfasados. Tendremos que resistir aquel funesto y precipitado parecer, y nadar contra la corriente.
Artículo publicado en la Revista Ideele N°296 Febrero 2021
Sobre el autor:
Gonzalo Gamio Gehri
Docente de la carrera de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la PUCP.