La noche del domingo 23 de mayo, en el pueblo San Miguel del Ene, distrito de Vizcatán, provincia de Pichari, Junín, 16 personas fueron asesinadas con premeditación y cálculo. Entre los fallecidos estaban los cuerpos de una adolescente de 16 años, los de dos adolescentes de 17, y los de dos niñas de 1 y 4 años que fueron asesinadas mientras dormían. También fueron asesinadas sus madres, las señoras Ochoa Ccahuana.
Según el autor del libro “Alias Jorge”, el periodista Ricardo León, en esta región conocida como el VRAEM (valles de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro), en la actualidad hay 45,000 hectáreas de hojas coca donde la mayoría se destina al narcotráfico e históricamente, la autoridad y el orden social local, la han ejercido las cabezas de los delincuentes narcoterroristas, quienes han expulsado a las instituciones de un estado incapaz de recuperar la seguridad y su presencia en este territorio. Prueba de esto es que para realizar la denuncia de la masacre de Vizcatán, el alcalde y el Juez de Paz, tuvieron que acudir a la comisaria de la localidad de Natividad, ubicada a media hora y, los cuerpos fueron trasladados a la morgue de Pichari, ubicado a 3 horas. La violencia en las que fallecieron estas niñas no sólo debe quedar en una noticia que pronto se olvidará, sino tomar conciencia sobre sus condiciones.
Según el portal de noticias Ojo Público, la familia Ochoa Ccahuana, era originaria de Apurímac, y de acuerdo con el diario El Comercio, esta familia migró huyendo de la violencia de Sendero Luminoso hace muchos años. La abuela y las madres de las niñas eran víctimas del terrorismo y de la pobreza estructural en la que viven muchas mujeres y familias en el país. Luego de vivir en Huancayo por un tiempo, se asentaron en San Miguel del Ene para trabajar en la agricultura de la coca; y al parecer habían alquilado un local al lado del río Chimpichariato, en una zona alejada del pueblo, donde atendían a parroquianos. Es decir, las niñas vivían en ese entorno.
Cuando nos horrorizamos por sus muertes, ¿nos detenemos a pensar en las expectativas de vida de estas niñas y, de otros niños que aún viven en San Miguel del Ene? ¿Van a tener acceso a la educación o a la salud? ¿Van a poder aprender sobre historia del Perú y sobre las asombrosas mujeres con poder del Perú antiguo? ¿alguna vez van a ingresar a una biblioteca y disfrutar un libro? ¿Van a conocer la vida de las precursoras del Bicentenario que lucharon para que las mujeres tuvieran acceso a la ciudadanía y a mejores condiciones de vida? ¿Van a conocer sobre la vida de Beatriz Clara Coya o de Francisca Pizarro? ¿Les van a contar sobre la mujer cazadora encontrada recientemente en Puno?
Es importante condolernos con la tragedia de la muerte de estas niñas, pero a su vez, como ciudadanos y ciudadanas, hacernos responsables por la vida de las niñas y niños que aún siguen en San Miguel del Ene y en otros muchos lugares del Perú donde están en las mismas condiciones; sino las estamos condenando a que sus vidas sean las desechadas de nuestra indiferencia.
Artículo publicado en La República el 1/06/2021
Sobre el autor:
Sofía Chacaltana Cortez