Pretender ocultar los escándalos perpetrados por el clero o por figuras relevantes de la Iglesia es y será un error. La Iglesia está en problemas y solo podrá salir de ellos si afina la escucha, la atención a las víctimas, y, sobre todo, si rompe con el narcisismo que le impide ponerse al servicio desde abajo.
Fue con gran alegría que recibimos la noticia del desistimiento de la demanda impuesta contra los periodistas Pedro Salinas y Paola Ugaz. Se cambió así el final de una historia que hubiera sido muy triste. Se expresó desde distintas tiendas que el contexto de la querella era complejo porque el tema no era exclusivamente legal. Junto a instituciones que ya habían expresado su disconformidad con la demanda contra los periodistas, se sumaba la presidencia de la Conferencia Episcopal, el arzobispo de Lima, el obispo de Caravelí, y más recientemente, un excelente artículo de Cristina Blanco y un ilustrativo estudio de la Clínica Jurídica de la Universidad del Pacífico. Antes de aplaudir a unos y lanzar puyas contra otros era y es necesario detenerse en el tema con más calma de la que ofrece una breve columna.
Como puede verse, son muy distintas voces, pero un solo mensaje: su oposición a la denuncia. Las reacciones no son injustificadas, tenían un fondo. Ahora bien, sería gravoso e indecoroso que alguna de estas expresiones negara el derecho a la reputación y al buen nombre; ninguna de estas expresiones lo ha hecho. Salvado ese derecho, estas coincidencias tienen que ayudarnos a pensar lo que está en juego sobre todo cuando tan fácilmente se provoca una polarización como si estuviésemos en un partido de fútbol.
Lo que está en juego es, como se dice en el mencionado comunicado de desistimiento, la Iglesia; la unidad del “cuerpo místico de Cristo”. Esta imagen de gran fuerza simbólica recuerda a otras dos que la Iglesia también suele usar: “pueblo de Dios Padre” y “templo del Espíritu Santo”. De este modo, la Iglesia testimonia que ha nacido de la intención de un solo Dios trinitario de quien recibe su impulso. Pero la “imagen del cuerpo de Cristo, particularmente destacada por Pío XII en una encíclica de 1943, desempeñó un papel de contrapeso antes y después de la Segunda Guerra Mundial en relación con la concepción de la Iglesia como una sociedad que hasta entonces había dominado” (Hervé Legrand). Cierto, la Iglesia comprendió progresivamente que, como Cristo, debía renunciar al poder mundano para reforzar la pedagogía del Reino. Esto no quiere decir que la Iglesia rechace el mundo o se enemiste con él, sino que lo comprenda como itinerario en el que el Reino va germinando lentamente porque ya está entre nosotros. Pero aterricemos esta imagen de unidad.
La Iglesia está en problemas. Muchos creyentes de ayer, hoy se dicen ateos; otros tantos han perdido su impulso por transmitir el evangelio; y sobre todo, los escándalos perpetrados por el clero o por figuras relevantes de la Iglesia atraviesan a todas las ideologías e instituciones religiosas, no podemos ignorarlo y sobre todo no debemos ocultarlo. ¿Cómo hacer frente a este contexto tan complejo? ¿Qué sentido tiene repetir que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica si nuestros actos lo niegan? Sin negar que la Iglesia se expresa como continuidad del cuerpo de Cristo, un lúcido teólogo francés decía que la Iglesia no era de manera definitiva una, santa, católica y apostólica, sino que estaba en camino hacia la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Estamos en camino, aunque hemos derrapado demasiadas veces. Por esta misma razón, la Iglesia requiere dejar todo ámbito del control o dominio, tentación permanente de toda persona, para adentrase en la única posición en la que puede hacer bien: el servicio desde abajo. Precisamente por eso, deberá afinar la escucha, la atención a las víctimas, el cuidado del otro, y sobre todo deberá romper con el narcisismo que ha sido tantas veces en la historia el inicio de nuestros males.
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Sobre el autor:
Rafael Fernández Hart, SJ.
Rector de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya