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17 octubre, 2019

[Artículo RPP] Aldo Vásquez: El Tribunal Constitucional ante la disolución del Congreso

El Tribunal Constitucional, ante el conflicto planteado entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, debe garantizar que sea el pueblo el verdadero dirimente.

Cuando aún no ha cesado el debate en torno a la disolución del Congreso de la República, los afectados cifran una postrera esperanza en la eventual acción del Tribunal Constitucional (TC). El recurso elegido, la contienda de competencia, usual cuando dos entes constitucionales se disputan el mejor derecho a ejercer una determinada atribución, resulta en esta oportunidad forzado hacia una figura de “conflicto de competencia por menoscabo de atribuciones”.

No se niega, bajo esta extrema configuración del conflicto, la potestad del gabinete ministerial de hacer cuestión de confianza, pero se afirma que la forma en que se ejerció afectó al Congreso, pues habría vulnerado su capacidad de autorregulación, expresada en su decisión de votar la elección de magistrados del TC, antes de definir sobre la confianza solicitada en torno de la transparencia de esa misma elección.

Este, que constituye el núcleo de la demanda competencial planteada en nombre del Congreso disuelto, no es sostenible. La cuestión de confianza, en nuestro marco constitucional, tiene un carácter de primerísima prioridad, más aún respecto de iniciativas ministeriales, cuya desaprobación obliga sin más trámite a los ministros a dimitir, cuando hayan invocado aquella. Así lo establece el último párrafo del artículo 132 de la carta magna. Esa primacía opera con mayor razón todavía si el proyecto fue remitido al amparo del artículo 105 de la Constitución, que exige preferencia en el debate a los proyectos enviados por el Poder Ejecutivo con carácter de urgencia.

No se puede pretender pues, ante la abundancia de argumentos, que prevalezca una forma de autorregulación mediante la cual se pretendía la imposición de un mecanismo arbitrario de selección de los magistrados del TC, sin siquiera debatir la fórmula planteada por el Ejecutivo.

La pretensión de que el TC revierta la situación del fenecido Congreso, restituyendo a sus exintegrantes en sus funciones, lleva consigo el riesgo de desnaturalizar la institución constitucional de la disolución, dejándola vacía de contenido. En cualquier ocasión futura los representantes disueltos acudirían al TC para  requerir su amparo, con lo cual sería ese colegiado, y no el Presidente de la República, el que determinaría la disolución y la eficacia de la convocatoria a nuevas elecciones que esa decisión conlleva. Ello supondría, en términos prácticos, despojar al Presidente de una atribución establecida en la Constitución y privar al soberano, al pueblo, de ser el verdadero dirimente ante la colisión frontal del Ejecutivo y el Legislativo, como ocurre regularmente en democracias avanzadas.

La disolución en el Perú supone, en el mismo acto, la convocatoria a nuevas elecciones parlamentarias en el plazo perentorio de cuatro meses. No cabe ya más árbitro que el pueblo. Este es el soberano y de él emanan todos los poderes del Estado. Ni el TC ni ningún otro ente público pueden situarse por encima de su voluntad.

 

Lea la columna del autor todos los jueves en Rpp.pe

Sobre el autor:

Aldo Vásquez Ríos 

Vicerrector académico de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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