La disolución del Congreso se ajusta a nuestro marco constitucional. Agotadas todas las vías de acuerdo, ella busca dar al pueblo la posibilidad de dirimir en el conflicto entre poderes.
La disolución del Congreso de la República es un hecho jurídico ajustado al marco constitucional. En derecho las cosas son lo que son y no lo que aparentan, como reza un viejo aforismo jurídico. Si la cuestión de confianza planteada por el entonces Presidente del Consejo de Ministros era para cambiar el procedimiento adoptado para la selección de magistrados del Tribunal Constitucional, y este no solo no se modifica sino que el Parlamento procura concluir la designación bajo el mecanismo cuestionado, obviamente se ha negado la confianza por más que se vote a favor de ella.
Una figura jurídica que puede ayudar a comprender la naturaleza del impase es la del fraude a la ley, que corresponde a aquella situación en la que amparándose en alguna norma, alguien trata de eludir la aplicación de otras o procura alcanzar un fin contrario al ordenamiento jurídico. A través de este recurso de interpretación se busca que prevalezca el sentido de la norma por sobre el uso artificioso de su texto. Así, en el caso de la cuestión de confianza se ha pretendido, votando a favor de ella, eludir su propósito que no era otro que debatir y votar, con prioridad, el mecanismo de selección de magistrados del Tribunal Constitucional.
La disolución del Congreso no es un castigo a sus miembros ante la negativa a acceder al pedido del gabinete. Si esta hubiera sido la primera negación de confianza en el período constitucional, el Presidente no habría podido adoptar esa medida. El Presidente quedó habilitado para ejercer su prerrogativa de disolución al ser esta la segunda cuestión de confianza denegada en el período constitucional. La finalidad de esta potestad no es punitiva. Se trata más bien, ante la reiterada colisión entre Ejecutivo y Legislativo, de dar al pueblo la posibilidad de dirimir en el conflicto, como efectivamente ocurrirá en las elecciones ya convocadas para el 26 de enero próximo.
Esta crisis debió ser atajada antes de la colisión frontal. Una clase política madura habría acordado en su oportunidad la modificación constitucional que facilitara el adelanto de elecciones, o habría concertado en su momento la renuncia del Presidente y la Vicepresidenta, para que el Presidente del Congreso convoque a elecciones generales. Una mayoría parlamentaria con más luces habría accedido a la cuestión de confianza formulada y habría posibilitado una elección transparente de los nuevos magistrados constituciones. En fin, unos congresistas más lúcidos habrían planteado antes de ser disueltos la contienda de competencia que pretenden ahora, cuando no hay pleno del Congreso que pueda aprobarla.
Dejaron pasar todas esas oportunidades. Agotadas todas las vías, ahora solo cabe que se pronuncie el soberano. Luis Almagro, secretario general de la OEA, ha reconocido que las elecciones han sido llamadas conforme a los plazos constitucionales y se ha pronunciado a favor “que la decisión definitiva recaiga sobre el pueblo peruano, en quien radica la soberanía de la nación”. Hacemos nuestras sus palabras: “…que la polarización política que sufre el país la resuelva el pueblo en las urnas”.
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Sobre el autor:
Aldo Vásquez Ríos
Vicerrector académico de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya