La naturaleza salvaje nos rodea y cobija; pero los habitantes urbanos hemos aprendido a temerla y repelerla. Con eso solo intoxicamos nuestros hogares, empobrecemos nuestra experiencia de la vida y contribuimos al amontonamiento de desechos. Nada nos obliga a ello.
A diferencia del común de los hogares urbanos, en casa sentimos simpatía e interés hacia los seres vivos no humanos. Una oruga en la lechuga es un evento que celebramos: o bien está allí porque la lechuga no contiene pesticidas o está ahí porque es una sobreviviente de la guerra contra la naturaleza. Tratamos de identificar su especie y nos tomamos selfies con el bicho.
Claro que no todo es tan bucólico; la naturaleza siempre plantea retos. La alta humedad en un baño propició la invasión del cielorraso por un moho negruzco y potencialmente alergizante. Es un problema que aun no hemos resuelto. Pero un día encontramos varias áreas circulares libres de moho, y en cada una, parada de cabeza, había una mosquita de alas gordas. Esas mosquitas come-moho son nuestras aliadas.
Ahora bien, durante años hemos delimitado territorios con un insecto ignoto cuyas larvas atacan las prendas de lana, tejen unas casitas aplastadas como pequeñas semillas de melón, y se cuelgan en lo alto, dentro de ellas, para emerger algún día como adultos. Todavía no hemos podido presenciar ese momento milagroso. Protegemos las prendas vulnerables dentro de cajas herméticas y asunto resuelto. Pero una vez olvidamos guardar una bolsa de lana roja, y días después divisamos varios puntitos colorados adornando el techo. Esas podrían ser las larvas de las mosquitas come-moho (¿deberíamos cultivarlas?) Pero es probable que estemos tratando con dos especies completamente diferentes.
Conversamos mucho sobre los misteriosos seres que conviven con nosotros. Si hubiéramos preferido exterminarlos, optar por el baygón y la naftalina, tendríamos un hogar vulgar y tóxico. Quizá terminaríamos rumiando los chismes de la tele como tópico de sobremesa.
Cuando llegamos, hace varios años, las paredes nos protegían del ruido de la calle; pero hoy el tráfico en las horas punta produce un rumor escandaloso y cubre de hollín petrolero todo aquello que quede a descubierto. Es el principal motivo por el cual todavía no hemos instalado un huerto casero; pero para allá vamos. Empezamos hace meses a compostar los residuos de la cocina en macetas profundas; para fertilizar nuestras plantas ornamentales y unos pocos cultivos comestibles. Ya hemos cosechado fresas y aguaymantos, más sabrosos que los comerciales y absolutamente orgánicos.
Como rechazamos las bolsas de plástico, estas escasean para disponer la basura. Pero dado que el mayor peso y volumen de la basura son los residuos orgánicos, al compostarlos redujimos en más del 90% nuestros desechos. Compostar es sorprendentemente fácil, no produce malos olores e incrementó la diversidad de nuestra fauna hogareña: mosquitas de la fruta (viejas amigas de las clases de genética) y unos bichos alados y delgados, que se dedican a copular entre ellos como si mañana fuera el fin del mundo.
Hoy, mi hijo observó que también han aumentado las arañas en la casa, probablemente gracias al influjo de vida traído por el compost. Las arañas controlan los insectos y son inofensivas si no se las molesta. Hace tiempo que las extrañábamos, porque son excelentes indicadoras de integridad en un ecosistema.
Ahora mi esposa espera que aparezcan algunas lagartijas; pero a mí nunca me simpatizaron.
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Sobre el autor:
Ernesto F. Ráez Luna
Docente de la carrera de Economía y Gestión Ambiental de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.