La corrupción y la pseudopolítica capturan al Estado a través de agentes capaces de aparecer como políticos profesionales. Es fácil identificarlos porque les falta la verdadera y genuina vocación política.
Hace poco recordábamos el entendimiento de la política como profesión, es decir como campo de saber que requiere una formación técnica y especializada amparada en un saber doctrinario. La novedad de esta idea es solo aparente. En los orígenes de la ética ya se vislumbra el desafío que tenemos que enfrentar las personas para organizarnos cuando no tenemos más alternativa que vivir en comunidad. La lógica más elemental indicó que, así como el zapatero hace zapatos y el constructor construye casas, parecía obvio que el político tendría que ser alguien dedicado exclusivamente a la gestión del bien común: fue la primera vez que el principio de especialización se aplicó a los asuntos que interesan a todos.
Como los asuntos que interesan a todos son de diversa índole y no todos manifiestan el mismo grado de interés, a veces da la impresión de que al mismo tiempo que esos asuntos interesan a todos, en la práctica no le interesan a nadie. ¿Cuál entonces es el campo de saber que interesa la política?
Insistir en que la persona es un viviente comunitario puede dar la impresión de que se insiste en el lugar común. Pero acaso todavía no se han sacado las consecuencias profundas que esa aseveración tiene, si se la mira con más atención. Implica que somos personas en la relación humana con otras personas. Invita a tomar conciencia, nuevamente, de que el aislamiento impersonal tiene repercusiones patológicas: la persona es ser del habla, lo que es lo mismo que decir que es ser de razón, es decir capaz de enunciar sus razones a medida que las discierne cuando reflexiona sobre ellas.
Se ve, con ello, que habla, razón y reflexión van de la mano, aun cuando el habla también sirva para tergiversar las razones y para inhibir la reflexión: lo vemos diariamente cuando políticos profesionales defienden causas deshonrosas, inicuas y obscenas con caretas y trucos sofísticos. A falta de principios éticos que afirmar y asentar para enaltecer la profesión de la política, bien viene la defensa de sus padrinazgos desleales con el Estado de derecho y enemigos del civismo. La corrupción es sagaz y llega a apropiarse del campo semántico de la política. Ya desmentimos ese arreglo distinguiendo entre la política y la pseudopolítica, aunque todavía queda mucho por decir. Si la corrupción prospera es porque los políticos profesionales de hoy ni comprenden al Perú ni se identifican con su causa.
Pocos políticos genuinos tenemos en el Perú de nuestros días. Si miramos nuestra historia republicana temprana o sus antecedentes en la segunda mitad del siglo XVIII, encontramos figuras ejemplares como José Baquíjano y Carrillo o Toribio Rodríguez de Mendoza, que supieron darle a la educación ese tono crítico que sabe oponerse a la injusticia y la violencia estructurales. Quizá la profesionalización de la política no ha sabido integrar la vocación al desarrollo del sentido político. Quizás nos faltan maestros como lo que estamos recordando, lo suficientemente sensibles para percibir la vocación política y encauzarla.
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Sobre el autor:
Soledad Escalante
Docente principal de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanasen la Universidad Antonio Ruiz de Montoya