En su cerca de mil años de presencia ininterrumpida, la institución universitaria ha experimentado innumerables mutaciones a fin de adaptarse a las cambiantes condiciones históricas, productivas y sociales. Sin embargo, tomando en cuenta las actuales coordenadas de la cultura es legítimo preguntarnos cuál será el derrotero de la universidad en el tiempo por venir.
Parafraseamos el inicio de un célebre texto de Theodore Adorno: “Ha llegado a ser evidente que nada referente a la universidad es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia. En la universidad todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse con ello”. Este inicio prestado, nos permite pensar en el proceso que ha conducido a la universidad a poner en peligro su propio derecho a la existencia.
En los últimos dos siglos hemos asistido a una constante mutación de la institución universitaria, tratando de adaptarla a las cambiantes condiciones históricas. Así, en un primer momento, a lo largo del siglo XIX, se abandonó el enfoque escolástico metafísico y se optó por las ciencias de fundamento experimental. Luego, mientras discurría el siglo XX y empezaba el nuevo milenio, la institución científica (natural y social) empezó a ser problemática y fue ocultada por la pericia técnica. En este último escenario, se asumió que las visiones filosóficas y científicas del saber eran en exceso teóricas y poco necesarias para potenciar la dimensión económica de la sociedad. La época de la “gran ciencia” había llegado a su fin. Ahora se trataba de instruir profesionalmente a las poblaciones, ajustarlas para el entorno laboral y dejar de lado la formación del conocimiento más complejo y especulativo. La técnica bastaba para mover el mundo.
En las últimas décadas, la universidad se fue convirtiendo en una enorme colección de retazos técnicos, muchos de ellos disonantes; amontonados junto a algunos vestigios de la vieja educación humanística y científica (los cursos de formación general). Mientras el mercado se constituyó en el único elemento de articulación social, la universidad buscó adaptarse a esa situación. Por un lado, a competir con otras instituciones por atraer a los consumidores de servicios educativos, que buscan adiestrarse laboralmente. También, luciéndose en un escaparate, como un artículo digno del mejor consumo. Así, los precios, la relación costo-beneficio, los rankings, los campus floridos o hipertecnologizados, conquistarían a las nuevas generaciones de estudiantes. Todo ello en el contexto de un ataque feroz contra la universidad pública, enfatizando sus errores burocráticos, sus abultados presupuestos financiados por los contribuyentes y su clima politizado.
El filósofo español Antonio Valdecantos, en su excelente ensayo “El Saldo del Espíritu” (2014) concluye, entre otras cosas, que la universidad actual se asemeja a un ornitorrinco. Es decir, es una especie formada de trozos de otras especies, sin un aspecto y una identidad definida. No es solo un centro académico con alguna investigación relevante, también es un lugar de adiestramiento laboral. Puede ser una empresa, pero al mismo tiempo una ONG. Es simultáneamente un club social, pero también un espacio de diversión. Puede ser un centro comercial tecnologizado, una fábrica de dictado de horas y el lugar para ciertas solemnidades culturales. Además, un espacio de terapias psicológicas o un lugar para pasar el tiempo hasta que llegue la plenitud de la adultez. La universidad ornitorrinco puede ser el final de la universidad o, también, un puente a otra forma de institución humana. En todo caso, lo que nos queda por hacer a los que estamos en el ámbito universitario, es volver a pensar a la universidad, tomando en cuenta esta situación actual y su trayectoria histórica. La continuidad de la institución universitaria dependerá de dicho ejercicio claramente académico.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM