Las promesas del progreso no son suficientes para fortalecer la relación entre la ciudad y sus habitantes.
El prestigio de una ciudad se encuentra no solo en su historia, en su riqueza o en su buen clima, sino en la capacidad que tiene para trasladar a sus habitantes de manera rápida, cómoda y segura. Los videos que vemos sobre las grandes capitales hacen largas tomas de las avenidas, de los autos que se deslizan por las calles, de las estaciones de metro y de los aeropuertos, pues ellos simbolizan el orden y el progreso de la sociedad. Parte importante de esta puesta en escena consiste en demostrar que el visitante no tendrá preocupación alguna para llegar tarde al destino que se proponga ni correr ningún peligro en el trayecto. El que hoy quiere conocer a fondo una de estas grandes ciudades solo necesita algunos pocos segundos, pues estos veloces y modernos vehículos lo llevarán a cualquier rincón casi sin pensar. El ciudadano de hoy no camina sino vuela, puede elegir el transporte que quiera y romper la barrera de las horas. La ciudad no es solo el triunfo del hombre sobre el espacio sino también sobre el tiempo.
El relato épico de la velocidad ha inspirado a los mejores poetas, músicos y cineastas, pero también ha sido el origen de grandes discordias y problemas sociales. Cuando se trata de una protesta que pasa a mayores, el blanco de los ataques suelen ser los automóviles y los autobuses, si es que no los terminales y las estaciones. También existen la huelga de transportistas y el bloqueo de las carreteras, si pensamos en escenarios más complejos. Pero todos estos ejemplos reflejan que el punto de quiebre se encuentra precisamente en obligar a la ciudad a hacer una pausa y detener sus actividades. Es decir, a tomarse un poco de tiempo para obligarla a pensar las cosas de otra manera.
Si llamamos la atención sobre estas dramáticas contradicciones es para hablar sobre la distancia que hoy existe entre el ciudadano de hoy y su propia ciudad. Puede parecer paradójico, pero hoy la urbe se encuentra más lejos de sus habitantes, al punto que a veces pareciera extraño considerarnos sus hijos. Tal como apunta Ezequiel Martínez Estrada en su ensayo La cabeza de Goliath, dedicado a Buenos Aires, este alejamiento se comprueba en la misma pavimentación de las calles. La ciudad la palpamos con los pies, pero entre la tierra y nosotros se ha construido la “dermis del paquidermo” que nos cansa y nos pone de mal humor. Y en esta misma lógica, el pavimento nos obliga a tomar un vehículo solo para recorrer algunas pocas cuadras: “Una ciudad no ha sido adoquinada para caminar por ella sino para recorrerla en coche. El coche es el peatón natural de la ciudad; el neumático, no el pie; la llanta de hierro, no la pata”. A todo esto podemos agregar algunos elementos más. En una urbe en la que gran parte de la población se encuentra obligada a viajar en condiciones precarias y muchas veces peligrosas, como ocurre en la ciudad de Lima, el efecto de lejanía es mayor. En vez de ver en el autobús o en el tren la sensación de cercanía y de dominio sobre su ciudad, más bien crece la sensación de frustración y desasosiego.
Para Martínez Estrada, la sensación de pertenencia solo retorna a nosotros cuando caminamos por el terreno sin asfaltar, pues esta es la manera en que el pie toma contacto directo con la naturaleza de todo el país: “Sube por las piernas al corazón la sensación de bienestar que suministra siempre la tierra. La planta del pie siente la elasticidad de la tierra, que sobre el pavimento se produce a expensas de los tejidos vivos. Cede ella en vez de hacernos ceder a nosotros”. El capítulo en el que se encuentra este pasaje se titula “Tacto”.
Una ciudad más cercana a sus habitantes no se construye solo con concreto y con líneas de metro. En vez de vagones, más parques. En vez de huir del país, más paseos en las afueras de la ciudad. En vez de promesas de seguridad, más libertad. Esto es, con los elementos que se encuentran a la mano y bajo su propia elección. Solo así es como cada uno podrá construir su propio camino.
Lea la columna del autor todos los viernes en Rpp.pe
Sobre el autor:
Mario Granda
Docente del Programa Humanidades de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya