La ética, esta acción que persigue el bien común, supone pues una paradoja: por un lado, estamos obligados a tomar decisiones adecuadas a sabiendas de que, por el otro, podemos fallar en el intento.
“No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco” (Rom. 7:19-25) escribe Pablo de Tarso en la carta a los Romanos. Algunos filósofos se refieren a esta dicotomía como “debilidad de la voluntad”. Tres siglos más tarde, San Agustín explicaba que las consecuencias del misterioso pecado original eran nuestra dificultad para conocer la verdad y nuestra incapacidad para obrar el bien. Así las cosas, actuar correctamente, después de haber decidido, es un arte que implica considerar el contexto, visualizar distintas variables, remitirse a la opinión de otros y, si somos sinceros, todos erramos. La ética, esta acción que persigue el bien común, supone pues una paradoja: por un lado, estamos obligados a tomar decisiones adecuadas a sabiendas de que, por el otro, podemos fallar en el intento. Y, sin embargo, a pesar de que nos corresponde cargar con esta paradoja, se espera de cada uno de nosotros que tomemos decisiones justas con el otro, adecuadas a la gravedad de las circunstancias y oportunas para la resolución de los problemas que se suscitan.
El denominado Vacunagate, como todos los casos que emergen en este último tiempo, merece una pausada reflexión ética (imposible de abreviar en este espacio) para la que propongo tres reglas que, obviamente no pretenden ser absolutas:
Y concluyo con un clamor. A pesar de que no estén de moda, y menos en el país, estas circunstancias junto a otras que vivimos últimamente demuestran la pertinencia de las ciencias humanas como aliadas de las ciencias duras. El desarrollo y el progreso requieren tanto de unas como de otras, promovamos este trabajo conjunto, de lo contrario seguiremos lamentando situaciones en las que el bien se convierte en un bien desconocido o esquivo.
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Sobre el autor:
Rafael Fernández Hart, SJ.
Rector de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya