Podría resultar extraño que en un tiempo en el que sufrimos innumerables dificultades, pretendamos escribir algunas líneas sobre un compositor del siglo XVIII. Sin embargo, en estas circunstancias, es cuando debemos recordar a los peruanos más ilustres y darlos a conocer para ponderar nuestros hitos artísticos.
Cuando pensamos en los compositores más importantes del periodo barroco tardío, se nos vienen a la mente nombres cuya celebridad ha sido largamente reconocida. Vivaldi, Haendel, Telemann y J. S. Bach, tienen un lugar pleno y justificado en la historia de la música. Pero cuando pensamos en los músicos de América Latina del siglo XVIII, inmediatamente, se anuncia un silencio que proviene de la perplejidad ¿Hubo una experiencia de música académica en nuestro medio en aquellos siglos? La respuesta es enfáticamente afirmativa. Y de una calidad notable.
A comienzos del siglo XVIII, ya se había establecido plenamente una práctica de composición académica en nuestro territorio, sobre todo en las ciudades de Lima, Cusco, Arequipa y Trujillo, como documentan los diversos archivos arzobispales, obispales y cabilderos. Así, bajo el auspicio de la autoridad virreinal y de las órdenes religiosas, llegaron músicos peninsulares y de lo que hoy denominamos, Italia. Dichos compositores, venían con una experiencia ganada en varias cortes, tanto aristocráticas como clericales. Lo que acrecentó la calidad del ecosistema musical de aquel tiempo. Por ejemplo, desde 1717, el gran músico toscano Doménico Zipoli SJ, ejerció su labor en las misiones jesuitas afincadas en Córdoba (por aquel tiempo parte del virreinato peruano) y dejó una copiosa obra esparcida en el sur del continente. Asimismo, se afincaron en Lima, compositores de una importante experiencia, como Tomás de Torrejón y Velazco, Juan de Araujo y Roque Ceruti, entre otros.
Nacido en Huacho en 1706 y fallecido en Lima en 1765, José de Orejón y Aparicio, tuvo como profesores tanto a Torrejón y Velazco como a Roque Ceruti (quienes ostentaron varios cargos musicales). Así, por ejemplo, Orejón tomó de Ceruti el modo italianizante del maestro milanés y lo incorporó en su forma de composición. Ya, luego, en la cima de su carrera, llegó a ser maestro de capilla de la Catedral de Lima en 1760 hasta su muerte, dejando una obra que poco a poco está siendo redescubierta en su real magnitud.
El maestro José Quezada Maquiavelo, en la introducción del libro de la profesora Diana Fernández Calvo, “José de Orejón y Aparicio. La música y su contexto”, al referirse al compositor huachano, afirma que “es uno de los compositores más importantes en el mundo hispano del siglo XVIII; podría afirmarse que es el de mayor talento entre los nacidos en la América Barroca. Su música lo eleva encima del promedio de los compositores que actuaron en Iberoamérica en su época”. Estos justos juicios, descansan en investigaciones musicológicas convenientemente comprobadas y especializadas.
Junto a las investigaciones, la obra de Orejón y Aparicio ha tenido una creciente difusión fonográfica. Una de las últimas grabaciones, ha sido publicada por el sello Cobra – especializado en el repertorio poco difundido del renacimiento y barroco –con el bello título “La esfera de Apolo”. Este álbum recopila 20 composiciones del gran compositor peruano, todas ellas de una calidad que supera con creces la producción de otros músicos de su época.
Escuchar la cantata “Ah, de la esfera de Apolo” o el villancico “Ah del día, ¡ah de la fiesta!”, entre otras tantas, es disfrutar el nivel superior de las obras del maestro huachano y reconocer que no lo conocemos como debería ser. Sin embargo, extrañamos en esta compilación las soberbias obras “Ah, el gozo” y, cómo no, “Mariposa de sus rayos”. Felizmente, tenemos en casa la interpretación de ambas obras que hiciera la maestra Lola Márquez, dirigida por el gran José Quezada Maquiavelo.
Lea la columna del autor todos los lunes en Rpp.pe
Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM