Muchos aspiramos que nuestro país cuente con servicios públicos eficientes, que incidan en una real democratización. Asimismo, que el empleo formal y con derechos laborales sea de acceso universal a todos los ciudadanos ¿Es posible?
En 1974, el centro derechista Valéry Giscard d'Estaing, en un famoso debate presidencial, le dijo a su contendor, el socialista François Mitterrand: "usted (la izquierda) no tiene el monopolio del corazón". Con esta certera frase, Giscard d’Estaing jaqueó al habilísimo Mitterrand, quien no pudo superar la contundencia de estas palabras. Giscard d'Estaing ganó las elecciones presidenciales. Tiempo después, un François Mitterrand, bastante más pragmático y convertido a la socialdemocracia, le pudo vencer, en 1981.
Más allá de cómo fue el gobierno de Giscard, la frase quedó para la historia como un recordatorio lógico y realista. No es posible asumir que una posición política pueda apropiarse, absolutamente, de un conjunto de valores. Pues, así como las izquierdas suelen monopolizar la narrativa del “corazón", las derechas suelen monopolizar los discursos del "orden" y del "progreso". Dichas absolutizaciones suelen ser perniciosas, porque establecen creencias falsas: que solo desde las derechas se puede acceder al orden y a la prosperidad y que sólo desde las izquierdas podemos aspirar a la justicia social. Pero estos prejuicios maniqueos se estrellan contra la pared cuando descubrimos que para disfrutar de una “vida buena” es necesario el concurso de varios principios.
Es evidente que construir una sociedad de bienestar, precisa de "corazón". Sobre todo, para entender, desde la compasión, el sufrimiento de los marginados y explotados. Siendo este sentimiento humanitarista el que impulsa la necesidad de justicia social. Pero la edificación de una sociedad de bienestar, motivada por la justicia social, requiere de un constate progreso material y de formas racionales de organización social y económica.
Las sociedades de bienestar ("estado de bienestar" o "estado social") son muy costosas. Y sólo una economía diversificada, moderna e industrial, puede hacer sostenible en el mediano y largo plazo a este tipo de sociedad, aun con sus limitaciones y fallos. Las “sociedades de emergencia”, con economías de baja productividad, sustentadas en masivos emprendimientos básicos o rudimentarios, no generan mayor riqueza ni las distribuyen. Tampoco causan mayor innovación. La economía del “recurseo” resuelve problemas inmediatos y genera cierta movilidad social, pero no forja riqueza que pueda ser socialmente distribuida. Por ello, un importante descubrimiento colectivo, sería superar el espejismo del emprendedurismo de baja productividad y apostar por visiones empresariales que precisen mayor uso del conocimiento técnico y sus aplicaciones. La masiva informalidad sobreviviente no podría costear, jamás, una sociedad de bienestar, de servicios públicos de calidad, prestaciones sociales y derechos laborales cumplidos.
Para edificar y conservar una sociedad de bienestar no basta un "corazón ardiente de justicia". Tampoco es suficiente la acumulación material en si misma (por las enormes distorsiones que ocasiona). Más bien, es necesaria una visión realista, pragmática y ético social, al mismo tiempo. Y, hasta donde sabemos, la socialdemocracia y el socialcristianismo (los centros de la izquierda y la derecha), suelen acercarse a ese equilibrio entre la emoción y la utilidad.
Por los sufrimientos actualmente padecidos, nunca más debemos permitir que nuestro país posea servicios públicos con ese nivel de deterioro. También, no podemos aceptar que la precarización informal del empleo sea el común denominador en materia laboral. Asimismo, debemos procurar que nuestros emprendimientos empresariales sean diversificados, productivos, modernos y tendientes a la industrialización (porque une ciencia, técnica e innovación). Una sociedad de bienestar es costosa. Pero más costosa es la devastación integral de un país.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM