Mirar lejos, desde el presente. Tener en cuenta la repercusión que tienen las decisiones políticas sobre la vida de miles o de millones de personas. Reconocer las circunstancias de un pueblo con realismo y manejar los efectos no deseados de las acciones y hechos. No es una tarea fácil. El oficio del estadista implica atributos únicos.
El hombre o la mujer de estado no aparecen de la nada. Son producto de una serie elementos formativos y constitutivos que interactúan favorablemente. Por una cuestión obvia, el estadista requiere estar instruido en un conjunto de conocimientos amplios que le permitan comprender la complejidad integral de una sociedad. De ahí que sea necesario que conozca la estructura legal y fáctica del poder y el modo cómo funciona. Y, al mismo tiempo, que entienda con solvencia los aspectos fundamentales de las teorías y concepciones filosóficas, políticas, económicas y sociales, en su amplio devenir temporal.
Ello conlleva que el estadista esté versado en la historia política, económica y cultural de su nación y del mundo. Con este saber, incorporado rigurosamente desde el estudio metódico, podrá entender que su pueblo es una comunidad viva en el tiempo y que, por lo tanto, tiende a proyectarse constantemente hacia el futuro. Interiorizando este conocimiento, podrá observar, con objetividad, la complejidad del espacio público y la diversidad de actores que en él se desenvuelven.
El estadista debe formarse para aceptar que no hay nada más complejo que una sociedad; pues coexisten indeterminadas concepciones de la vida, muchas veces opuestas y en abierta confrontación. Es de una ingenuidad mortal pretender que todos piensen y crean de forma similar. La diversidad socioeconómica y sociocultural, hacen imposible toda unicidad orgánica. Por esta razón, a fin de lograr ciertos consensos, es inevitable tener atributos para la negociación, la persuasión, la deliberación, el discernimiento y el pacto.
Bajo esa convicción realista, nos encontramos con los aspectos constitutivos del estadista. La mujer y hombre de estado, debe aprender a morigerar sus convicciones originarias en función de la responsabilidad que tienen en sus manos. La realidad muchas veces impone decisiones que superan a las creencias personales. De ahí que se tenga que evaluar los medios más adecuados para los fines pertinentes, reduciendo los impactos negativos, potenciando los efectos positivos. Sin esa dosis de realismo, el ejercicio político es inútil. Por ello, la praxis y la episteme del político-estadista deben estar plenamente incorporadas en su constitución personal.
Que una mujer u hombre lleguen a la condición de estadista, implica un aprendizaje en lo público que excede las dos o tres décadas, e involucra una auténtica pasión por la dimensión social y política del ser humano. En esta perspectiva, el estadista asume que los intereses de su nación se encuentran en un lugar privilegiado en su escala de valores. Por ello, su mirada es amplia en el tiempo; sabe que sus decisiones, por razones de estado, trascenderán su propia existencia. Sabe que debe controlar su propia adscripción ideológica porque hay reales intereses nacionales. Sabe que se debe aplacar cualquier ambición personal que pervierta la razón de ser del poder político.
En las horas más oscuras, más allá de las veleidades de la vida privada, hemos visto el ejemplo de los estadistas más reconocidos del siglo XX, como Roosevelt, Churchill, Adenauer, Einaudi, Deng Xio Ping, Nehru, Adolfo Suarez, etc., y otros tantos, que supieron darles una dirección a sus respectivas naciones. Como en otros tantos momentos, en estas circunstancias terribles, ya estamos viendo quiénes en nuestro mundo están actuando, anteponiendo los intereses de sus naciones, sobre cualquier otra consideración. Los grandes estadistas velan, sobre todo, por sus pueblos.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM