Cada semana se anuncia un nuevo logro tecnológico, ya sea en la inteligencia artificial o en biotecnología. También, nuevos hallazgos naturales. Pasa tan menudo, hace un par de siglos, que ya no nos llama la atención. Sin darnos cuenta, nuestro mundo cambió. Y nosotros con él.
Si viajáramos en el tiempo, digamos, a inicios del siglo XIX, nos llamarían la atención varias cosas. Por ejemplo, advertiríamos que las costumbres de nuestros compatriotas decimonónicos son excesivamente gregarias, marcadas por ritualizaciones religiosas que nos parecerían extrañas y poderes políticos basados en la diferenciación natural. Nos esperaría un mundo donde el tiempo aun fluye sin la aceleración tecnológica, donde casi es inexistente la movilidad social y donde la subjetividad en una rareza que solo algunos han formado por lecturas personales. No podríamos soportar más de una semana un ambiente de esa clase. Porque nos hemos formado en un contexto muy diferente, de valores y prácticas diferentes. Ese país, de 1820, es indescifrable a nuestros ojos y mentes.
Sin embargo, cuando nos informamos sobre el impacto social masivo de las grandes innovaciones para la década del 2040, vamos sintiendo y observando que el mundo que nos formó se desvanece cada día más y más. No se trata de las modificaciones tecnológicas en sí mismas. Sino, de cómo estas están alterando la idea que habíamos tenido de nosotros, los humanos, hasta este momento.
La “singularidad” está muy cerca para bien o para mal, en virtud del avance exponencial de la IA. Y, al mismo tiempo, estamos muy próximos a “matar a la muerte” o a hacerla más distante, como se puede deducir a partir de la información sobre los avances biotecnológicos. Es sabido, que, hacia mediados del siglo XXI, muchos de nuestros lectores estarán abiertamente vinculados con formas complejas de inteligencia artificial emocional y con amplias posibilidades de optar por una vida mucho más longeva de la que la que tuvieron sus padres o abuelos. Incluso, algunos, podrán tener una duración indeterminada en algún dispositivo material no carnal. Cuando este escenario hipertecnológico se manifieste abiertamente, estaremos en el punto de no retorno del cambio climático. Muchas especies naturales estarán expuestas a una extinción masiva. También, innumerables formas de empleo correrán el riego de desaparecer. Ocasionándose un escenario social que aún no somos capaces de comprender.
Si desde los años ochenta del siglo XX, hemos asistido a un serio debate sobre género, interculturalidad y sostenibilidad medioambiental (que no se había presentado nunca) imaginemos -por un momento- la discusión antropológico-filosófica y ética que se avecina. Sin darnos cuenta, en los últimos 30 años, hemos realizado un rápido e intensivo “viaje en el tiempo”. El mundo, el Perú, de 1990, parece un pálido recuerdo de una época muy lejana. Tanto, que parece que nunca existió. Acelerándose el tiempo por el vértigo tecnológico, el mundo del 2050 será considerablemente muy distinto al de 2020. Como algunos, solo esperamos que, en ese mundo de futuro inminente, exista lugar para la amplísima variedad de vida, para el trabajo humano y para la libertad humana.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM