La democracia es una forma de gobierno, una de las tantas que han surgido a lo largo de la historia política. Por su naturaleza, se encuentra en permanente peligro de sucumbir ante sus potenciales enemigos. Hay que cuidarla, porque, a pesar de sus limitaciones, es la que garantiza la continuidad de nuestras libertades.
Alguna vez, el célebre Winston Churchill, afirmó que “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando". Con esta frase de antología, el famoso político inglés, confirmaba el carácter imperfecto de la democracia. Pero, al compararlas con las otras formas de gobierno, resultaba ser la menos mala o, en todo caso, la menos imperfecta de todas. Pues la democracia es inacabada, abierta y perfectible, evolucionando como la vida, autocorrigiéndose, paso a paso, desde la crítica racional ejercida por todos.
En la democracia, aceptamos que nuestra perspectiva, que nuestras ideas, son limitadas. Y, por lo tanto, no pueden ser absolutas. Porque reconocemos que la vida secular evidencia su inherente pluralidad. Por esa razón, nos vemos obligados a aprender a convivir con quien piensa diferente, con quien cree distinto. Y ello, exige al otro, a aceptar nuestra propia diferencia.
Quien considere poseer la única razón, en democracia, la puede llevar a su extinción. En la febril intransigencia, que resulta consustancial al ser humano, podemos caer en la tentación de asumirnos dueños de la verdad. Y, desde esa posición, sentenciar y cancelar a todo aquel que piense y crea diferente. Ciertamente, la tentación totalitaria, tiene motivaciones diversas. A veces, posee causas ideológicas o políticas. Otras, motivos económicos, religiosos o culturales. Pero, en todos los casos, se trata de anular la presencia del otro, e, incluso, de exterminarlo. Porque se considera que esa presencia amenaza nuestra posición en el mundo. De ahí que el demócrata trata de garantizar el máximo de autonomía de cada persona. Porque, de ese modo, se libra a sí mismo, de desaparecer.
El que valora su propia libertad racional, está en condiciones de valorar la libertad racional del otro. Porque se descubre como sujeto individual, poseedor de una visión del mundo y de una voluntad que lo diferencia del resto. De ahí que hará lo posible para que el otro esté en condiciones de ejercer su propia voluntad y de manifestar su percepción de las cosas. Asimismo, se espera que el congénere se comporte de manera similar con nosotros. Porque este ejercicio de respeto mutuo debe ser multidireccional.
Obviamente hay fuertes condicionantes que dificultan la vida democrática. Las diferencias económicas, culturales y educativas, restringen las posibilidades de autonomía de muchísimas personas. De ahí que la democracia requiera de una base de bienestar social que garantice una estructura de equidad real. Si no existen esos fundamentos, la libertad racional es extremadamente frágil y puede desaparecer.
La democracia precisa de una ciudadanía ilustrada. Sin el cultivo cívico fundamental, no es posible defender a la misma democracia. Pues se cae en la fatal indiferencia, la que permite que las tropelías de algunos, ya sea por razones políticas o económicas, amenacen la continuidad de las libertades y de los derechos.
El camino para construir una democracia funcional a nuestras necesidades, es largo y está lleno de peligros. Sin embargo, es preciso seguir avanzando a pesar de las dificultades de todo tipo que se nos presentan. Es un ideal, sin duda. Pero dirige los pasos nuestra comunidad real.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM