Tomo prestado para la columna de hoy, el título de la obra póstuma de uno de mis autores más apreciados, Eugenio Trías, a fin de enfatizar el carácter y actitud que posee la vocación intelectual y científica.
Los seres humanos nos ocupamos de muchas cosas. Algunos, tienen una clara disposición para dirigir grupos de distintas dimensiones. Otros, una evidente habilidad para negociar y emprender. Hay aquellos que se distinguen por su fortaleza y destreza física. Y, también, los que tienen predisposición para crear e innovar. Todas estas inclinaciones vitales son igualmente necesarias para enfrentar el reto social de la supervivencia y de la continuidad cultural. Sin embargo, existe un conjunto de sujetos que tiene una manifiesta disposición para reflexionar a partir de observaciones experimentales, desde la lectura atenta de algún texto o por medio de abstracciones conceptuales o simbólicas. Se trata de los científicos y de los intelectuales.
El estereotipo del que ha decido tener una vida dedicada al pensamiento, es consabido. Suelen ser representados como personas alejadas de las preocupaciones cotidianas, como si vivieran en un mundo ajeno a las vicisitudes del día a día. También, por otros, son tomados como soberbios; conscientes altivos de su propio talento para organizar rápidamente argumentos e ideas, y resolver problemas teóricos de distinta complejidad. Como sabemos, todo estereotipo termina siendo exagerado y prejuicioso. Pues la supuesta lejanía de los pensadores es contradicha por la ingente producción intelectual y científica que tiene su origen en las experiencias más concretas. Y, la presumida arrogancia, no es patrimonio de los intelectuales y científicos. En todo grupo humano podemos encontrar manifestaciones de soberbia.
Más allá del prejuicio que se tiene sobre los intelectuales y los científicos, nos daremos cuenta que, en la mayoría de casos, los moviliza la pasión por entender y la ambición de explicar. Una incesante manía para pensar, desde diversos ángulos, la sociedad, la cultura, la naturaleza, lo trascedente y para pensar el mismo pensamiento. La voluntad por entender y explicar transforma el problema y la vicisitud en una posibilidad para el conocimiento. Así, lo que para otros es una perturbación de lo habitual o un fenómeno que les conduce al miedo paralizante, para el “maniaco del pensamiento”, es una enorme posibilidad para aprender más de nuestro mundo. Todo evento, toda circunstancia, es un objeto apasionante de estudio.
En esta manía, puede o no haber rutina pautada, pues la intensión de resolver un problema (o de plantearlo) abarca días y noches. Las notas de observación, los apuntes de indagación o de reflexión, se convierten en las evidencias materiales de una búsqueda que no conoce más finalidad que ver crecer el propio saber. Esta curiosidad ilimitada, desde niño o niña, se alimentan a si misma con cada descubrimiento. Mientras se enuncian más preguntas, mayores son las necesidades de responderlas.
Esta es una época durísima, sin duda. Pero se presentan como una enorme posibilidad para aprender sobre el funcionamiento de nuestras sociedades, sobre nuestra interacción con la vida natural y sobre los límites y posibilidades del saber humano. Por ello, si queremos extraer conocimientos del colapso actual, es fundamental situar al mundo y a nuestro país como un enorme objeto de estudio. De ahí que es importante superar el temor frente a lo que podamos descubrir desde el ejercicio del pensamiento. Recordemos que la “funesta manía de pensar”, no sólo es un atributo de nuestra condición humana. Es el medio por el cual aprendemos a resolver, con realismo, los grandes problemas que nos aquejan.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM