Basta que el ser humano tenga un poco de poder para que intente evidenciarlo de diversos modos. Se ha visto siempre, se verá siempre. De ahí que sea peligrosa la acumulación exponencial del poder o que caiga en manos de alguien que no se encuentra en sus cabales. Hay locura por el poder, sin duda. Pero, también, locura en el poder.
Max Weber que sabía de tantas cosas importantes, consideró que el “poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social”. Es decir, que el poderoso es capaz de alterar el curso habitual de los hechos con solo decidir. Si pensamos tomamos en cuenta esta definición, el poder sería ejercido solo por algunos y, por lo tanto, sus efectos perniciosos estarían bajo la responsabilidad de alguien (aunque no quede en claro quién es ese “alguien”). Por otro lado, Michel Foucault, en un tono bastante más despersonalizado, consideró que en “todas partes en donde existe poder, el poder se ejerce”. En su visión, “el poder” es una construcción integral, formada por una indeterminada red de elementos sociales. De ahí su célebre sentencia: “el poder está en todas partes”. Y, lo difícil, que resulta -según su perspectiva- identificar individualmente los ejemplos de desmesura en la conducción gubernamental.
En su ensayo “La locura en el poder”, el historiador británico Vivian Green se centró en el estudio de casos individuales, en los cuales existe abundante evidencia de gobernantes que ejercieron el poder político en estado de insania mental. Para Green, los efectos de un rey o de un presidente “loco” pueden llegar ser tan nefastos como el de una epidemia: “si las enfermedades físicas han tenido efectos tan importantes y catastróficos en la historia de la humanidad, ¿qué podemos decir de los trastornos mentales?”
En términos generales, las estructuras del Estado pueden evitar o reducir el impacto negativo de la iracundia en los gobiernos. Pero estas medidas son muchas veces limitadas porque no se trata de una cuestión jurídica. En gran parte, la locura del poderoso se edifica sobre las insanias de la estructura social. Es decir, el gobernante desmesurado no es más que la manifestación ejemplificadora de un conjunto de desmesuras que evidencian en la cultura o una civilización.
Al generalizarse las categorías relativistas en el orden antropológico, hemos visto cómo el lindero entre la cordura y la locura se ha ido desvaneciendo. Y, por lo tanto, nuestra capacidad de distinguir el dominio de la sensatez o de la insensatez. Basta observar el comportamiento de varios gobernantes de nuestros días para percatarnos que el desquicio se está expandiendo en el ejercicio del poder como las plagas que asolaron a la humanidad hace varios siglos.
Es alarmante que la locura se instale en el poder y que, sin darnos cuenta, normalicemos su presencia. Eso ocurre porque gran parte de las poblaciones están padeciendo de una pérdida notable del “quicio”. Es decir, la merma de principios firmes que orienten la vida, como bien decía Aranguren. O la “desmoralización” de la que hablaba Ortega y Gasset. Hay fracturas muy profundas en los cimientos de las civilizaciones y, asimismo, notables transformaciones de las categorías morales que tergiversan el horizonte de la vida humana. Por ello, es imperioso volver a tener en cuenta algunos axiomas éticos que conduzcan nuestras vidas y nos permitan diferenciar la prudencia del extravío.
Con la tecnología inmensamente poderosa de nuestros días, no podemos permitirnos el lujo de perder la brújula masivamente. Tampoco aceptar el gobierno de los desmesurados.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM