La posibilidad de investigar en términos académicos, supone la existencia de un conjunto de condiciones mínimas que favorezcan la elaboración de conocimiento. Sin este escenario básico, no es posible investigar ¿Cuáles son estas condiciones? Ensayamos un conjunto de respuestas.
Hay paradigmas que debemos aprender a superar. Uno de ellos, el prototipo profesionalizador de la universidad, propio de la segunda mitad del siglo XX. En este modelo ineficaz en el largo plazo, se consideró que la universidad debía proveer de instrucción superior a nuestros jóvenes a fin de garantizar el empleo y el autoempleo de los mismos. Creyéndose, ingenuamente, que el saber suministrado en dosis de cinco años, garantiza la existencia de un verdadero graduado universitario.
En el colmo del error profesionalizador, el bachillerato era otorgado automáticamente y, la inmensa mayoría de graduados, optó por licenciarse a través de un curso o de un examen temático. Bajo ese esquema antinvestigación -en el Perú- llegamos a titular cientos de miles de graduados sin haber tenido la experiencia formal de la exploración académica. ¿Qué buscaba este modelo profesionalizador?: Titular al mayor número posible, pero no formar ciudadanos con la capacidad de crear conocimiento a partir de la investigación.
Asumiendo las consecuencias negativas de la universidad exclusivamente profesionalizante (la limitada producción del saber), nos volvemos a plantear la pregunta central: ¿qué condiciones básicas hacen posible la investigación? La primera respuesta es obvia: la existencia de investigadores. El sujeto investigador es la causa eficiente del conocimiento científico y este debe desenvolverse en un ecosistema adecuando que le permita generar conocimiento.
En ese ecosistema favorable a la investigación, se debe buscar la transformación del profesor dictante a profesor investigador (que reflexiona, escribe y comparte su saber). Con esa necesaria evolución, le devolveríamos dignidad al noble trabajo de la enseñanza universitaria. Pues es imposible que un profesor universitario pueda producir conocimiento – medianamente relevante- si está obligado- por necesidad- a dictar más de 30 horas semanales (sin contar el preparación y corrección). Esa situación atroz socava cualquier posibilidad de formación de conocimiento. Por lo tanto, la primera condición es reducir las cargas lectivas, para favorecer los tiempos de investigación.
Esta condición material (la distribución adecuada del tiempo), se debe dar a la par de condiciones institucionales: la existencia y publicación periódica de revistas de investigación, según las facultades y las especialidades académicas. Estas publicaciones académicas favorecen el intercambio de investigaciones, pero, sobre todo, permite la creación de una comunidad mayor de investigadores. Gracias a esta comunidad amplia de expertos, podemos cotejar la validez, importancia y repercusión de nuestras indagaciones. Otra condición institucional tiene que ver con la posibilidad de participar en congresos, simposios y seminarios. En estos foros, podemos comunicar el estado de la cuestión de nuestras investigaciones y esperar, en el diálogo crítico, las observaciones que hagan más sólida nuestra indagación.
Como se puede deducir, todo ello implica un aumento significativo de la inversión que pocas universidades, sean públicas o particulares, pueden costear. Es evidente que la institución universitaria concebida como un gran centro de investigación es costosa. Sin embargo, debería ser finalidad de los estados o de las asociaciones particulares, crear el clima propicio para que la universidad “en serio”, se llegue a desarrollar en nuestros países.
Insistiremos una y otra vez. No habrá un futuro prometedor para nuestro país si no se extiende considerablemente la investigación científica en las diversas áreas del conocimiento. Asimismo, no podremos aspirar a un mayor desarrollo si no tenemos una “clase académica” consolidada, capaz de incidir sobre la esfera política, de la producción y de la cultura. Desde Platón, Francis Bacon y George Basalla, lo sabemos bien.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM