El “desborde popular” no cesa y no dejará de cesar por un tiempo indeterminado. Sería positivo admitirlo y, de pronto, aprender a darle forma teórica para proporcionarle cauce político. Es muy difícil que tengamos un futuro como sociedad si este desborde resulta infinito.
Para extraer enseñanzas de los procesos políticos y sociales, como las elecciones parlamentarias de este año, es necesario aprender a situar los escenarios específicos dentro de espacios temporales más amplios. La atomización disolvente de este Congreso naciente es un evento añadido a cuestiones que vamos sumando desde 1989 y 1990. En aquel bienio, algo se estaba quebrando definitivamente en el modo cómo habíamos asumido la comprensión del Perú y en la manera de organizarlo institucionalmente, desde lo central y lo local.
La abundante bibliografía que tomaba nota de la descomposición terminal del Perú como construcción republicana y criolla, evidencia la perplejidad de la academia ante la velocidad del proceso. Uno tras otro, los pilares del endeble orden republicano, fueron derribados por sucesivas olas transformadoras, cuyo origen podemos situar a mediados de la década de 1970, con las condiciones sociales y políticas que propiciaron el golpe militar de 1968. Las políticas del gobierno del general Velasco radicalizaron el proceso de mutación social -ya en gestación- desde un esquema ideológico social-nacionalista, pero, al quedar inconclusas, el estado que sostenía dichas transformaciones inició un colapso que duró cerca de una década.
Hay que señalar que las acciones de Sendero Luminoso que se encaramaron sobre la paulatina descomposición del estado, la liquidación vertiginosa de la economía formal, la crisis de la deuda externa, forman parte del mismo proceso de desintegración general. De ahí que los partidos políticos que asistieron al funeral de la república criolla, eran un poco más que figuras espectrales del viejo orden ¿Quién estaba en condiciones de creer en algo en el bienio 89-90? Muy pocos dado que las creencias provienen de estructuras mentales y colectivas profundas. Y en 1990 el “Perú criollo” veía cómo su orden se desplomaba y el “Perú del desborde” carecía de las condiciones culturales y sociales para cimentar nuestro rumbo a la modernidad, se movía en la tierra inhóspita que va desde la sobrevivencia a la trasgresión.
Lamentablemente, durante tres décadas, no se presentaron o no se constituyeron las condiciones sociales y culturales para superar la situación del “desborde”. Más bien, se le mitificó, se le instrumentalizó o se le convirtió en una marca de consumo, creyendo que el “nuevo Perú”, por generación espontánea, iba convertirse en un estado-nación, con un régimen representativo sustentado en una ciudadanía extendida y con un sistema educativo y de salud que reduzca las desigualdades históricas y económicas. Lo cierto es que la edificación de un país (sea nuevo o viejo, ¡qué más da!) es un hecho político, producto de una voluntad política (que siempre es ética).
Los ciudadanos seculares no caen del cielo, tampoco brotan de los árboles. Surgen de un largo proceso de ilustración política e intelectual, que los lleva a descubrirse como sujetos de derecho y de responsabilidades. Este descubrimiento, cuando es masivo, es el que impone y defiende políticamente un régimen de libertades fundamentales y un estado de bienestar.
Muchos han asumido la situación de informalidad y desorden como un atributo intrínseco del Perú actual. Así, la informalidad caotizante ha sido la marca de las elecciones del 26 de enero, conduciéndonos a la posible disolución de lo político (que es la antesala peligrosa a la disolución social). Solo falta una crisis económica para que el coctel molotov esté listo. Hemos perdido valiosos treinta años, en una era de grandes transformaciones y evoluciones de todo tipo. No dudemos que hay responsables.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM