Cada cierto tiempo se repiten las obvias circunstancias electorales, con su propia pirotecnia y sus desmesuradas piruetas. Sin embargo, al tratarse de la dimensión pública de la naturaleza humana, las cuestiones políticas son profundas. Y lo que se juega en ella, se encuentra más allá de los juegos oraculares.
Platón, a quien tanto le debemos en el devenir de las ideas, introdujo un problema central en la teoría política clásica: la dualidad entre “república real” y “república ideal”. En la “república real”, el ejercicio del poder recae en cualquier grupo, definiendo, desde la persuasión y el control del discurso, el destino de la “polis”. Las acciones de gobierno no estarían vinculadas a la justicia, el bien, la belleza y la verdad. Por el contrario, se encontrarían motivadas por la ignorancia de las mismas. En cambio, en la “república ideal”, el poder, al estar asociado al conocimiento, debería ser potestad de los que “más saben”; los que han tenido contacto directo con el saber verdadero y bueno. La solución platónica fue enfática. Los “reyes filósofos” deberían gobernar “La República”.
Ciertamente, se trata de una enunciación utópica, que ha tenido poderosas repercusiones a lo largo de la historia y una infinitud de interpretaciones. Desde aquellos que consideran que aquí se encuentra la justificación filosófica de las élites dirigenciales (afincadas en la relación entre conocimiento y poder) hasta la legitimación de las ingenierías y los diversos totalitarismos. Más allá de la conveniencia esta teoría, el filósofo ateniense estableció con esta dualidad la necesidad de un orden político perfecto (o quizás perfectible) que debe ser alcanzado para superar los errores de la sociedad real.
A partir de estas premisas, muchos se han preguntado si es posible asumir la dimensión política sin ensoñación utópica. Incluso, obviando las descarnadas experiencias reales. Es como si a pesar de las duras evidencias históricas, fuese necesaria la existencia de una situación social perfectible. Un ideal público al que se aspira y se busca llegar. Frente a ello, surgen preguntas obvias: ¿quiénes anhelan ese tipo de sociedad?, ¿qué tiene que ocurrir en la cabeza de un individuo o de un grupo para procurar un mundo o una sociedad mejor?
Una de las grandes aspiraciones de los diversos movimientos ilustrados fue la siguiente: hacer que el mayor número posible de personas accedan a un saber critico a fin de transformar el mundo. Mientras las personas son más conscientes de su realidad política y social, desarrollan mayores expectativas de cambio que les impulsa a la acción transformadora. En ese aprendizaje crítico, emerge el sujeto consciente de si, que adquiere un sentido de ciudadanía que le hace responsable del destino de su comunidad política. Más allá de los contenidos de las afiliaciones ideológicas, de por si es interesante que las mismas se manifiesten en un proyecto político.
Estando próximos a las elecciones generales del 2021, algunos se interrogarán por quiénes votar o qué atribuciones éticas, epistémicas, incluso afectivas, deberían tener los que nos gobiernen. Las respuestas variarán en función de las orientaciones de vida de cada persona o segmento social. Sin embargo, resulta preocupante cuando en un grupo considerable de personas, no ha nacido una conciencia de sujeto crítico, la que propicia la necesidad de ideales regulativos en términos políticos. En esa situación sin expectativas, da lo mismo quién gobierne o cómo se gobierne. En ese ocultamiento masivo de las esperanzas sobre lo público,se esconden riesgos insospechados. Más aún, en la naciente “era del desorden”, la que se anuncia tras el colapso social postpandémico.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM