No es extraño que, en tiempos de grandes dificultades, como los que vivimos y los que habrán de llegar, arribe para nuestro consuelo una de las ideas más complejas, ricas y estimulantes que han surgido en la civilización: la utopía ¿Estamos en condiciones de imaginar algo mejor? Aunque resulte insólito, es el momento.
“Zarpamos del Perú (donde habíamos permanecido durante todo un año) hacia China y Japón, por el mar del Sur, llevando provisiones para doce meses; tuvimos vientos favorables del Este, si bien suaves y débiles, por espacio de algo más de cinco meses”. Este es el célebre inicio de la Nueva Atlántida (1626) del filósofo inglés Francis Bacon, obra con la que culmina el género literario de las “utopías renacentistas”, siendo las otras las que escribieron Santo Tomás Moro, Tomasso de Campanella y Johan Andrea.
A diferencias de los otros ejercicios utópicos, más concentrados en reformas teológico-sociales, el mundo soñado por Bacon tenía como fundamento al conocimiento. Es decir, la justicia y la prosperidad de los atlantes provenían del saber científico y de sus aplicaciones tecnológicas. La “Casa de Salomón”, en la imaginada ciudad de Bensalem, era el eje neurálgico de esta utopía; un centro de investigación que transformaba el conocimiento en técnica que favorecía la vida de los felices habitantes de esta isla hipotética.
La ensoñación de Bacon fue tan poderosa que inspiró el surgimiento de sociedades y academias de ciencia en Inglaterra y en otras naciones. “El fin de nuestra Fundación (La Casa de Salomón) es el conocimiento de las causas, y el secreto movimiento de las cosas; y extender los límites del imperio humano, para efectuar todas las cosas posibles”. En esta descripción sobre los fines de este centro investigación se manifiesta la célebre sentencia baconiana: “el conocimiento es poder”. Y de ahí la convicción de unir el saber metódico y controlado con la acción política y productiva.
De todas las utopías, esta fue la que más éxito llegó a tener. Pues planteó una cuestión medular: la justicia, la equidad y el bienestar de las sociedades, se construyen sobre el conocimiento actual y potencial. Organizando la experiencia y transformándola en acción racional. Sin conocimiento del mundo, de la naturaleza, de la cultura, es imposible establecer la mejoría de nuestras comunidades. La voluntad no basta, requiere de la seguridad de un saber lógico, metódico y real.
Siempre me llamó la atención el inicio de la “Nueva Atlántida”, con esa explícita referencia a nuestro país. Es claro que los viajeros imaginados que zarparon desde el Perú habrían estado en nuestro territorio pensando que aquí encontrarían la “utopía”, el país de la abundancia, el “Jauja”, que llenó de ensoñación aventurera a los viajeros del viejo mundo durante siglos. Al no encontrarlo, decidieron partir hacia el poniente, cruzando el vasto océano Pacífico.
En estas circunstancias, quiero creer que, tras esta terrible experiencia, seremos capaces de construir nuestra “Casa de Salomón”. Que reconozcamos el valor social del conocimiento científico desde sus diversas disciplinas, formando una mentalidad colectiva abierta a la discusión racional, que incorpore a la razón crítica en los diversos ámbitos a fin de vivir mejor. Pues de eso se trata: de vivir mejor.
Sabemos que la “utopía” es inalcanzable, por las mismas limitaciones de la naturaleza humana. Sin embargo, si recordamos que la esperanza es lo que conmueve a la humanidad a no dejarse morir, la utopía se transforma en un gran movilizador de la voluntad. Por ello esta es la oportunidad de darnos cuenta del valor que tiene el conocimiento teórico y científico sobre la vida de todos nosotros. Y que la soberanía que ofrece es el fundamento para construcciones posteriores. No se trata de un sueño, sino de un acto de voluntad proveniente de un descubrimiento colectivo. Esperemos.
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Sobre el autor:
Ricardo L. Falla Carrillo
Jefe del Departamento de Filosofía y Teología de la UARM