Los pueblos originarios nos enseñan con sabiduría que la vida es el sentido y la finalidad de nuestra existencia, una vida en reciprocidad y agradecimiento, una vida que procura la armonía del individuo consigo mismo y en colectividad con todos los seres humanos y no humanos.
La segunda ola pandémica la tenemos encima recordándonos nuestra frágil humanidad y lo breve que parece el tránsito por la vida. Hemos despedido a muchos infectados por la COVID-19 o a consecuencia de los daños colaterales de un sistema de salud colapsado. Por otro lado, tenemos miles de víctimas de violencia intrafamiliar o de un confinamiento que priva a millones de la posibilidad de ganarse el sustento en las calles.
Pero en carnavales la vida se abre paso, la tristeza se asienta, las lesiones se curan o se aprende a vivir con ellas para seguir adelante; la solidaridad se multiplica sin milagros; y la pacha (mundo) se renueva una y otra vez en una maceta, un biohuerto, un jardín, una chacra pequeña o grande, no hay límites, la madre tierra generosa nos dará sus frutos, y los ojos humanos contemplarán las flores de temporada. En los calendarios agrofestivos andinos y amazónicos se inscribe esta nueva etapa con el clima particular que los pueblos originarios saben gestionar. Las lluvias hacen lo suyo, los sembríos y los pastos crecen y los animales pueden engordar, pero además con la crecida de los ríos hay que adaptar las viviendas y proteger las chacras.
Este año no podremos jugar, bailar, cantar juntos en las calles y plazas, no habrá patrullas, comparsas, qashuas, carros alegóricos, ni entrará el Ño carnavalón, tampoco gozaremos de las yunzadas y pasacalles; en los barrios no nos arrojaremos globos con agua o nos pintaremos el rostro, pero igual podemos celebrar la vida y la reproducción, que es el sentido más simple y profundo del carnaval. Las organizaciones en las ciudades y en el campo se preparan para congregarse virtualmente y mantener la costumbre, y a lo lejos, en las comunidades sin contagios harán lo propio con prudencia, tal vez con carreras de caballos, ofrendas a la madre tierra, cantos, o quizá compartirán algún plato típico de temporada.
Si bien, en las últimas semanas no dejamos de expresar condolencias y solidaridad a las familias que ven partir a sus seres queridos, toca recordar que no existe vida en vano y por eso honramos la memoria de los que se fueron. Los pueblos originarios nos enseñan con sabiduría que la vida es el sentido y la finalidad de nuestra existencia, una vida en reciprocidad y agradecimiento, una vida que procura la armonía del individuo consigo mismo y en colectividad con todos los seres humanos y no humanos, en eso consiste el buen vivir o sumak kawsay. Cabe entonces, en medio de nuestro dolor compartido respirar profundo, aunque cueste y dejarnos maravillar por los colores del shurpuy, waqanqi, gardenias, dalias, margaritas o los sencillos geranios; y permitir que las niñas y niños puedan disfrutar su proximidad con la tierra, mientras los jóvenes motivados por el carnaval se cantan una canción de amor o se envían mensajes por las redes sociales recordándonos que, aunque vivamos con la muerte, todavía es posible reír y jugar en carnavales.
Lea la columna de la autora todos los martes en RPP.pe
Sobre el autor:
Rossana Mendoza Zapata
Docente de la Escuela de Educación de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya