Un virus no puede vivir por sí solo: necesita de un anfitrión que lo acoja y le permita vivir. Si bien puede ser mortal al comienzo, el virus muta y solicita la adaptación recíproca. Quizá la lección más importante de la crisis sanitaria sea muy elemental: los seres humanos nos necesitamos los unos a los otros para construir la sociedad y dignificar la vida.
La compresión adecuada de un fenómeno, cualquiera que sea, puede orientarnos en la toma de decisiones respecto de aquel fenómeno. En efecto, una comprensión atenta y responsable siempre es buena consejera: nos invita a la prudencia y nos permite actuar de modo asertivo y resiliente ante los continuos desafíos de la vida cotidiana. Por el contrario, una comprensión inadecuada, apresurada y parcial suele ser muy mala consejera: tras llevarnos de error en error, sin solución de continuidad, puede hacernos desembocar en consecuencias gravísimas por lo desastrosas, irreversibles e irremediables. En buena cuenta, esta es una de las tantas lecciones que nos está dejando la pandemia de COVID-19: la intempestiva aparición de la enfermedad puso en evidencia la precariedad del sistema de salud global y supuso una interpelación ineludible a los gobiernos, a los que se les exigía una respuesta rápida y eficaz. El virus se propagó tan rápido como los prejuicios y categorías que acompañaron su inserción en la realidad.
Con una mezcla inquietante de miedo y sorpresa, con la premura que demandaba la alarma, los gobiernos decretaron medidas restrictivas y en pocos días el mundo cambió: se asumió, no sin razón, que el virus representa un peligro mortal y hasta la muerte misma se transformó en un tránsito en extremo solitario. Amigos y parientes partieron sin despedidas ni cortejos fúnebres. Quizá el mayor impacto de la COVID-19, después de su letalidad, sea la transformación de la relación con el otro. Es cierto que esa relación anidaba en el sistema capitalista con lógicas que inhiben el reconocimiento y la plena realización de la humanidad. Pero, aun así, había espacios de encuentro y reconocimiento que sostenían y soportaban lo humano, fomentado su despliegue creativo y constructor de sentido.
Con razón, pues, las primeras y más tempranas apropiaciones que la filosofía hizo del nuevo fenómeno social apuntaron al deterioro de la vida social y denunciaron el debilitamiento de la democracia como una consecuencia inmediata de la militarización de la crisis sanitaria. Los profesores Francis García Collado y Andityas Soares de Moura reconstruyen este breve itinerario en el recientísimo libro El virus como filosofía. La filosofía como virus. Reflexiones de emergencia sobre la pandemia de COVID-19 (España: Bellaterra, 2020).
Estas reflexiones de emergencia aportan una perspectiva crítica que opta, de entrada, por desmentir el sentido común que asimila la COVID-19 como una enfermedad democrática que afecta por igual a todos: la desigualdad y la inequidad en la distribución de los recursos repercute en la distribución de los riesgos. La ciudadanía precarizada está más expuesta porque no cuenta con condiciones básicas para la higiene preventiva. Enseguida, los autores muestran cómo filósofos de renombre (Agamben, Žižek, Butler, Badiou y Mbembe, entre otros) prefieren la comodidad de sus conceptos al desafío de la realidad siempre bullente para inhibirse de explicar de qué modo el virus no es en esencia una entidad mortífera, sino una oportunidad que brota de la vida que quiere perpetuarse en la relación con el otro. Quizá esa sea la lección más importante.
Artículo publicado en RPP.pe
Sobre el autor:
Soledad Escalante
Docente principal de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanasen la Universidad Antonio Ruiz de Montoya