El incendio de la catedral de Notre Dame y la posibilidad de perder la Corona de Espinas nos dejan importantes reflexiones sobre lo sagrado. No poder discernir lo sagrado, estar dispuestos a profanarlo, es inhumano.
Un Viernes Santo, asistí a la veneración de la Corona de Espinas, en Notre Dame de París. Una fila interminable de fieles se acercaban a besar el cristal que protege una circunferencia tejida de juncos, donde los soldados romanos se distrajeron ensartando espinas, para atormentar y escarnecer a Jesús. Pasaje conmovedor y sangriento; muy cristiano.
He aquí un objeto sagrado. Manosearlo sería profanarlo. Pero ¿cómo sabemos qué es sagrado y qué es profano? Un presidente peruano se burlaba, hace ocho años, de “las ideologías absurdas panteístas” y del “animismo primitivo” de los pueblos indígenas peruanos, “donde se dice no toques ese cerro porque es un Apu y está lleno del espíritu milenario”. Pero “primitivo” es simplemente aquello que apareció primero, y que si sobrevive hasta estos días será porque contiene algún poder que lo hace, en el presente, relevante.
¿Por qué sería absurdo adorar una montaña y, al mismo tiempo, razonable proteger y venerar unos yerbajos secos? Un líder del pueblo arhuaco, filósofos indígenas que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta, preguntaba: “¿Pero cómo no va a ser sagrada una montaña que produce agua?”
Lo sagrado es precioso hasta no tener precio. Pero, en la cultura capitalista que aprisiona nuestros espíritus, nada es intocable, y los precios son razón suficiente para profanar las montañas, las aguas, el aire, todo aquello en que palpita vida, y hasta la intangible memoria de los muertos. Pocas cosas más obscenas he visto, que la imagen virtual y mercantilizada de Carrie Fisher, ya muerta y sepultada, en la saga que vendió George Lucas a la corporación Disney, por mucho más que un plato de guisantes.
La Corona de Espinas es sagrada. Única e irreproducible. Sería inconcebible que a las puertas de Notre Dame se vendieran coronas de espinas de plástico, para ponérselas como orejas de Mickey Mouse y tomarse selfies. Si la Corona hubiera ardido en el incendio, hubiéramos sufrido, incluso sin ser cristianos, un empobrecimiento irreparable.
¿Por qué admiramos los muros de piedra de una iglesia gótica y sus labradas gárgolas? Los gigantescos y bastos dólmenes, mesas de piedra erigidas por las gentes del Neolítico, no causan menos admiración y asombro. Son la energía, el genio y la locura de aquellos que labraron y empujaron contra la gravedad esas moles enormes –arrastrados por un ansia de comunión con el universo– lo que nos llena de un sentimiento tan radical (es decir, tan cercano a nuestras raíces), que sobran las palabras.
Pues, antes las cosas que nos sobrecogen, ¿no es acaso la vida, diversa y turbulenta y sorprendente, y su resolución –que es la muerte– el motivo de nuestra reverencia? La vida ha iluminado con fuego sacro lo que fue un universo desolado.
El sobrecogimiento sin palabras que primero sentimos hacia el firmamento y los bosques, y que aprendimos a sentir por nuestros propios templos, nos define como gente. No poder discernir lo sagrado, estar dispuestos a profanarlo, es inhumano. Esa es la infeliz falla fundamental del capitalismo. Pecado imperdonable.
Lea la columna del autor todos los miércoles en RPP.pe
Sobre el autor:
Ernesto F. Ráez Luna
Docente de la carrera de Economía y Gestión Ambiental de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.