En su libro “Mujeres y Poder. Un Manifiesto”, la historiadora Mary Beard nos recuerda un momento en la Odisea de Homero: mientras Ulises, rey de Ítaca, se ha ido a pelear en la guerra de Troya durante 10 años, Penélope, su esposa y reina se ha quedado a cargo de la administración del reino. Cuando los pretendientes le reclaman que escoja un nuevo esposo y, por consiguiente, un nuevo rey, ella abrumada trata de hacerles frente y, es este momento, en el que su hijo, el joven príncipe Telémaco, que aún no ha cumplido la mayoría de edad, le ordena a su madre que regrese a la casa para ocuparse de sus labores propias de su condición de mujer y, le deje la palabra y las riendas del espacio público. Esta es una de las historias más antiguas de las que tenemos registro y, desde entonces, vemos retratado que, para las mujeres, independiente de si son reinas o vasallas, el uso de la palabra en el espacio público, incluyendo la escritura y las ciencias, siempre ha sido subversivo e incómodo para el status quo.
El espacio público, donde se hace política, está reservado para los hombres. Ya que el uso de este espacio debe cumplir ciertas particularidades como la legitimidad que otorga la objetividad del análisis, la no contaminación por la sensibilidad desbordada y la negación de la anécdota. Todas características que parten del prejuicio; ya que muchos hombres no son objetivos ni claros en sus planteamientos (así como muchas mujeres lo son); pero la posesión del mismo cuerpo masculino y/o masculinizado, implica que estas características están adscritas o ganadas en el discurso. Lo vemos en el espacio y en la acción pública, lo masculino como patrón y principio: la incitación a la violencia y el insulto, la fraternidad militarizada y sin mesura, la imposición de las palabras y de la acción, y la competencia. Por ello, tener a mujeres en posiciones de poder en las instituciones de gobierno, es importante.
Pero, existe otro desafío que debemos enfrentar las mujeres o los cuerpos femeninos. Es el de darse permiso para escribir, y que parte de reconocer, y luego encargarse, de la autonomía y la libertad. Es un acto subversivo y desafiante, ya que implica no querer hacerlo desde una imitación de lo masculino, es decir, de lo que ya tiene prestigio; sino desde la propia subjetividad femenina y, de la complejidad y responsabilidad de construirlo. Este es un paso necesario, ya que la capacidad de poder expresar y plantear desde lo femenino, no es puramente simbólico; sino que tiene correlatos sociales reales para nosotras como el reconocimiento político de lo femenino, la entrada al sistema económico siendo consumidoras críticas, la autodefinición de nuestros cuerpos que se transforman y son diversos, el control de nuestra reproducción y de nuestro disfrute.
Cuando en una conferencia, al famoso astrofísico Neil Degrasse Tyson, le preguntan si existe algún motivo “biológico” que explique por qué hay menos mujeres en la ciencia, él responde que “nunca ha sido mujer, pero que ha sido negro toda la vida”; y, desde su experiencia cuenta que desde niño siempre quiso ser astrofísico y, que cuando lo decía en su colegio, sus profesores le respondían que mejor pensara en ser deportista. Esto lejos de ser un hecho aislado es un hecho cotidiano y sistemático, cada vez que un niño afrodescendiente expresa sus ambiciones científicas o políticas. Esto que Degrasse llama fuerzas sociales son los obstáculos que, de manera explícita o sutil, la sociedad le imponía y que casi lo alejan de cumplir su sueño, y aunque no lo lograron, si desilusionaron a la mayoría de sus pares. A las mujeres nos han dicho que debemos ser tranquilas, delicadas, comprensivas, que debemos conseguir una buena pareja y, que ser madre es nuestra meta principal, todas estas características fundamentales en el espacio doméstico y familiar, pero a su vez, que no son deseables en el espacio público porque expresan debilidad. Si esta es la fuerza, debemos hacer el esfuerzo para contrarrestarla, para entender que el espacio público no sólo es de hombres, sino de todos, todas y todes.
Artículo publicado en La República el 11/01/2021
Sobre el autor:
Sofía Chacaltana Cortez