La libertad de opinión incomoda y debe incomodar. Ninguna tradición, valor o autoridad debe quedar fuera de su alcance. Y sin embargo, hoy parece que la “opinión” fuera una carta blanca para la violencia. Insultos, prejuicios y simplificaciones no solo van copando nuestros debates, sino destruyéndolos. Pero opinar no se reduce a la expresión de lo que me (dis)gusta. Supone, más bien, el compromiso de justificar por qué los otros deberían aceptar razonablemente mi manera de responder a la realidad.
Rara vez aceptamos cualquier respuesta en una situación dudosa. Incluso si nos diagnostica un buen especialista, consideramos prudente buscar una segunda opinión. Esperamos razones entendibles para seguir una opción u otra. La pseudo opinión, en cambio, reclama que no tiene por qué dar razones y demanda respeto a lo que (no) le gusta. Identifica rápidamente su reacción virulenta con lo que debe reconocerse como bueno, justo o decente. Pero si la opinión solo fuera la reacción a lo que atrae o repele, cualquier debate se reduciría a lo que el xenófobo, el homofóbico y el dogmático desean: una pelea donde nadie puede “tener razón”, sino solo imponerse por los golpes o la mayoría de votos. Sin embargo, sí hay una distancia entre la reacción personal y los hechos. Ese es el espacio donde intervienen las otras opiniones, como condición para validar la mía.
Así sucede también cuando discutimos sobre lo que (no) nos gusta: cuando apreciamos una pieza musical o un relato, no confundimos su valor con nuestra reacción. Al discutir nuestras opiniones estéticas –cuando busco que usted sienta aquello que ya me conmovió– apelamos a la sensibilidad que compartimos como miembros de una comunidad. Ese trasfondo compartido –que no anula, sino que hace entendibles nuestras diferencias individuales– permite que el gusto de cada cual se enriquezca. Gracias a nuestras diferentes opiniones estéticas podemos descubrir algo bello o sublime que ni siquiera sospechábamos.
Ser razonable es comprometerse con ofrecer una justificación que el otro pueda aceptar tras someterla a una crítica tan exigente como la que yo aplico a sus justificaciones. Ya J. Dewey recordaba que aprender a justificar nuestras opiniones sobre lo que nos gusta es crucial para la democracia. Por eso necesitamos que nuestra educación escolar no se limite solo a competencias procedimentales justificadas por su “utilidad”. Tenemos derecho a exigirle que recupere también nuestras discusiones cotidianas sobre lo que encontramos bello, conmovedor o apasionante. Aquí, como nos recordó H. Arendt, no disponemos de reglas fijas y acabadas, sino que es nuestra responsabilidad irlas formulando, precisando y enriqueciendo. Si la violencia no reconoce al otro y me encierra en mi gusto egoísta, la opinión es la invitación y compromiso de construir juntos un sentido común que siempre debe ser más -y nunca menos- inclusivo.
Artículo publicado en el Diario Oficial El Peruano 30/01/20
Sobre el autor:
Víctor Casallo